27 de mayo de 2009

Los vasos comunicantes (sexta entrega)






(TRES)





-Cambiar de vida- había dicho Julia, con la mirada clavada en los ojos de Santo. Había sido una mirada llena de rencor, un rencor que más parecía dirigido hacia ella misma que hacia el otro. Cualquiera hubiera notado que un sentimiento semejante se había estacionado durante muchos años, macerándose en el líquido pertinaz y paciente de su afectividad, que la pasión había asimilado de tal modo que no se podía distinguir una cosa de la otra. Ese licor que le emborrachaba la esperanza era su sostén. Cualquiera lo hubiera visto: en su frase había un anhelo frustrado, un deseo íntimo que por una cosa o por otra venía postergándose desde hacía mucho y no se resignaba a apagarse, porque parecía inherente a la condición más llanamente humana.
Pero no había hablado de ella, sin embargo.
Había hablado de la mujer que Santo andaba buscando; ésa era la que, según Julia, quería cambiar de vida; y por eso mismo, por lo que se ve que es un deseo legítimo, había robado y haría mucho más, aunque no fuera prudente.
Cualquiera podía ver que Julia hablaba con admiración de aquella mujer, y acaso con un sentimiento más profundo. Pero lo que a cualquiera le hubiera resultado evidente, apenas fue para Santo el indicio de que aquella a la que buscaba se había dejado ganar por la desesperación y había cometido una estupidez que pagaría con creces. Porque el Artefacto no tolera que una pieza cambie su función, porque una pieza debe siempre estar sometida a la voluntad del Artefacto mismo, tan complejo que incluso imaginar un operario que, como un dios, lo echara a andar, era innecesario.
-¿Cambiar?- dijo Santo luego de un largo momento de silencio, en el que las cosas permanecieron, también, calladas. Notó que había un tono de ironía en su pregunta, así que trató de corregirlo buscando uno más amable -. Me parece que es difícil en este ambiente, si no imposible.
-Ella cree que va a poder. Y yo también.
-Y por eso no vas a decirme quién es.
-Por eso.
-Mirá, esta chica, sea quien sea, se ha metido en un asunto delicado, vos sabés...
-Yo sé lo que me vas a decir. Ahorrátelo.
-Entonces no puedo esperar colaboración. Pero por lo menos ya sé que la conocés, así que...
-Ahorrate también tus amenazas ¿quién te has creído que sos?
Santo pensó un momento antes de responder a una pregunta que no esperaba respuesta.
-No soy nadie más importante que vos, que ninguno de nosotros. Pero sabés bien que cuando uno pertenece a este mundo...bueno, nadie es imprescindible.
Julia lanzó una carcajada caudalosa que irritó a Santo, menos porque ella se burlaba de él que por lo que él sentía de sí mismo al decir esas cosas.
-No seas patético, Santo, por favor. ¿Cuánto hace que nos conocemos? Creo que podemos hablar con bastante más franqueza, no me vengas a hacer el cuento del matón.
-Escuchame, Julia. Es a Lucio al que van a barrer con esto.
Ese parecía ser el punto al que Julia quería llegar.
-¿Lucio? Lucio es un imbécil..., que se arregle.
Esas últimas palabras sonaron poco convincentes y Santo se percató de ello, sin extraer de esas mismas palabras y, sobre todo, de esa falta de convicción, nada más.
-No lo voy a dejar solo, porque ya prometí ayudarlo- su frase sí denotaba convicción.
-No debiste haberte metido, Santo, yo sé por qué te lo digo.
-Ahora sos vos la que me amenaza, ¿te das cuenta? No importa, Julia, no importa. No quiero volver a involucrarte en nada.
Como un huracán repentino le llegaron recuerdos de otras épocas que no había querido evocar. Pero ya estaba dicho. Temió que Julia hiciera algún comentario destinado a remover despojos del pasado, pero nada de eso ocurrió.
-Vos sos el que está involucrado -dijo ella-...,y no se da cuenta.
A Santo las últimas palabras le quedaron resonando. No las palabras en sí -casi ni pensó en ellas-, sino el modo en que habían sido dichas, porque notó que por primera vez en esa noche Julia le hacía una verdadera confidencia; como si algo se hubiera quebrado y una única frase dicha con honestidad, una frase que se salía de un discurso demasiado contenido, se hubiera escapado. Su mirada se había vuelto súbitamente dulce, casi compasiva. Por un instante creyó Santo que la Julia a la que le debía tanto, regresaba desde los fondos oscuros de esa mujer hosca. Pero esa luz se apagó y la misma Julia seca y fastidiada volvió a presentarse.
-Si no tenés nada más que preguntar te podés ir, tengo un cliente en diez minutos.
Eso fue todo. Santo se dispuso a marcharse y a no hacer más por aquella noche. Pero de repente experimentó un vago sentimiento de cólera, no tanto por el fracaso de la entrevista, sino porque lo rebelaba la dureza de la mujer e incluso su sincera advertencia. No se le escapaban a él ni lo delicado del asunto, ni la responsabilidad que le tocaba por haber aceptado ayudar al pibe Lucio. La ira se encarnó en el lenguaje y adoptó la forma del desprecio.
-Decile a tu amiga que se olvide -dijo-, nadie puede cambiar de vida.
-Y vos por qué andabas tratando de hacerlo.


Si alguien involucrado en esta historia hubiera estado en la esquina de Larrea y Mitre, tomando un café y mirando por la ventana del bar esa misma noche, tarde, hubiera visto que en la esquina opuesta, un hombre con las manos en los bolsillos esperaba algo o a alguien; hubiera notado, además, que el hombre tenía unos cuarenta años y que miraba insistentemente su reloj; hubiera -involucrado, en fin, en la historia- comprobado que se trataba de Lucio y que, más allá del fastidio que demostraba porque lo que esperaba no ocurría, su expresión era de lo más despreocupada. Tampoco se le habría escapado, al hipotético observador, que en un momento determinado, cuando raramente pasaba alguien, un auto que llevaba las luces apagadas, más como señal distintiva que como camuflaje, se detenía en la misma esquina. Hubiera observado que Lucio desaparecía del campo visual al agacharse, no para subir al vehículo, sino apenas para intercambiar unas palabras con alguien que iba sentado en el asiento trasero y que probablemente bajó la ventanilla para que se le oyera o para escuchar mejor. Hubiera, finalmente, visto que Lucio reaparecía al cabo de unos segundos, que su rostro seguía tranquilo, aunque denotaba frialdad, que cruzaba la calle y se iba apurando el paso, y que el automóvil encendía las luces y reanudaba la marcha por Larrea hasta desaparecer detrás de los edificios.


Santo había crecido en la Paternal, muy cerca de Villa Crespo. Nunca supo quién era su padre y la madre hablaba poco y nada de esa ausencia, que a una determinada edad se había vuelto densa, como una presencia abstracta. De modo que a él se le figuraba que no había importancia en saber nada del asunto.
De muchacho conoció a un hombre que con el tiempo fue ocupando ese lugar vacante casi con naturalidad. En realidad él mismo fue poniéndolo en ese sitio sin darse cuenta, y llegó un momento en que hasta se había olvidado de aquel que nunca conoció, y que en definitiva no era más que un lugar vacío que cualquiera podía haber llenado, como efectivamente ocurrió.
El hombre que devino padre decía llamarse Lisandro, y nadie sabía a ciencia cierta de qué vivía o quién era. En el barrio sabían que era un vecino respetable que vivía en alguna parte de la isla, cerca de las vías del Urquiza. Era conocido por sus caminatas matutinas, por lo que algunos no vacilaban en recordar que al que madruga, Dios lo ayuda; tampoco faltaban quienes, más escépticos, acaso acerca de la relación entre el amanecer y la providencia, aclaraban que esos paseos no constituían el comienzo de su día, sino la apacible culminación de noches agitadas. Como fuera, prácticamente no había día en que no se lo viera, elegante y paseandero, por las calles del barrio, dando los buenos días a cuanta persona se le cruzara por delante.
Sobre su ocupación corrían las más estrafalarias historias. Se lo había supuesto militar retirado, amigo de Perón y activo participante en la revolución del '43, que vivía de su jubilación y que en virtud de amistad tan destacada como secreta, había sugerido la construcción del Warnes. Querían refutar la anécdota, quienes señalaban que durante los peores años de la Libertadora ningún cambio se había operado en los hábitos viandantes de Lisandro. Seguía caminando día a día, casi a la misma hora, saludando amablemente a las señoras que salían a comprar o a barrer, a los chicos que iban al colegio y a los repartidores y comerciantes que agitaban las veredas de la avenida San Martín. Otros afirmaban que había sido marino, y que, llegado al grado de Capitán, lo dejó todo por una mujer que, como en toda historia que se precie, lo traicionó y huyó. Pero no faltaban los que, en un tono medio, sin estridencias, aseguraban -y tal vez daban en el clavo- que era uno de los tantos habitantes de la noche y que estaba mezclado en negocios turbios variopintos; quienes pensaban así solían agregar, además, que ni siquiera se llamaba Lisandro.
Santo, como todos, lo conocía de la calle, de verlo pasar con su aire señorial, repartiendo saludos a la gente y caramelos a los chicos. Pero una vez se le acercó, movido por una admiración que había rebalsado el vaso de su paciencia, y le dijo simplemente: “Quiero ser como usted”. Lo había dicho como un descargo, suponiendo que un hombre como aquel sólo se reiría de él, de sus pantalones cortos, de sus piernas un poco chuecas y su pelo revuelto y desaliñado. Pero no; Lisandro, recordaba Santo, se había puesto en cuclillas y lo había examinado unos minutos, sin mirar su facha, sino directamente a sus ojos, escrutándolo de una manera tan intensa, que Santo por poco le quita los ojos de encima. No lo hizo, sin embargo, y en ese valor se decidió todo; de pronto Lisandro le sonrió amistosamente y le dijo:
-Cómo te llamás, pibe.
-Santo.
El hombre liberó una risa franca y hermosa que a Santo se le quedaría grabada para siempre como el mejor ejemplo de plenitud.
-Si querés ser como yo, ese nombre no te sirve.
-Pero es el único que tengo- dijo el niño casi ofendido en su amor propio. Lisandro lo miró desde ese momento sin ningún tipo de condescendencia, con seriedad, con respeto casi:
-Bueno, nene, si querés que charlemos buscame en la San Martín después del colegio.
No dijo más, se incorporó y se fue, como si nunca lo hubiera visto, con la amplia sonrisa de hombre satisfecho que llevaba como máscara, con los ojos vivos e inquietos de siempre, y el mismo andar ampuloso, más solemne incluso que antes.
Ahora Santo pensaba que aquella vez, bajo la mirada escrutadora y respetuosa de Lisandro, se había sentido hombre por primera vez en su vida.
Y Julia acababa de decirle que él era como esa mujer.

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