5
Las luces se apagaron. Todo el salón quedó a oscuras y él advirtió con sorpresa, que había sin embargo un tenue resplandor que emanaba vaya a saberse de dónde, acaso de la vitalidad de los cuerpos que llenaban el espacio amplio del local, acaso de un eco extraño que la luz misma podía producir. Pero sólo pudo notar esta claridad invisible a causa de la oscuridad perfecta que concentraba el escenario, ese rincón negro que parecía atraer con inusitada violencia, rápidamente, cualquier residuo de luminosidad, y tragársela, de modo que todo resplandor hacía engordar su propia negrura.
De pronto, algo pareció moverse desde el interior mismo de esa noche perfecta. Algo que apenas se adivinaba, un cuerpo, un cuerpo humano se movía, enredado en lo negro, pugnando por salir de ese envoltorio voraz. Bastaron unos pocos instantes para que las suaves curvas de una imagen femenina se distinguiera, separándose de la oscuridad, como si hubiera sido engendrada por ella.
Un aplauso repentino estalló, celebrando la espectacular aparición. Angelito, que permanecía a su lado, inclinó su cabeza hacia él, mientras aplaudía con vehemencia, y le dijo al oído:
-Te dije que esto se ponía bueno. Ahora vas a ver.
Y él vio, ciertamente, más nítidamente ahora, como si los aplausos hubieran desmoronado en un segundo toda atmósfera de ensoñación. En el escenario había una mujer, delgada, inusitadamente alta. Llevaba un largo vestido blanco, ceñido, que parecía una prolongación de su piel blanquísima. Tenía el pelo suelto y renegrido. Su aspecto era el de una aparición fantasmática. Una voz resonó, cálida y misteriosa, en todo el salón:
-Señoras y señores, con ustedes, Diva.
Otro aplauso, más estridente que el anterior, se desencadenó desde la derecha y pronto invadió todo el espacio, espantando el silencio. Una luminosidad débil y azulada se difundió sin que él llegara a ver de dónde provenía.
Comenzó a sonar una música lejana, vagamente caribeña, hipnótica, y paulatinamente fue subiendo su intensidad, pero sin llegar nunca a ser del todo clara. Era como si se tratara de un viejo disco de vinilo, que dejaba oír como una lluvia falsa de celofán. Pero era evidente que aquel defecto sonoro era deseado, quién sabe en busca de qué efectos. El ritmo era delicado y sensual, y la mujer se balanceaba de un lado a otro, seductora, como si esa cadencia la hubiera tomado, silenciosa, por las caderas. Se contoneaba delicadamente mientras la música, que había ido subiendo hasta ocupar el primer plano, desmigajaba su llovizna crocante de púa gastada. Y fue entonces que comenzó la canción más extraña que había oído jamás. No era la letra lo que lo desconcertó, al fin de cuentas estaba en otro idioma, uno que le era perfectamente desconocido, sino más bien el conjunto de música y palabras, la línea precisa y sinuosa de una melodía que eludía conscientemente cualquier previsibilidad, los acentos que siempre amenazaban con caer impuntuales y que sin embargo tenían una extraña precisión. No sabía mucho de música, técnicamente hablando, pero sí lo suficiente como para preguntarse qué sentido podía tener allí, donde cualquiera de los presentes podía parecer cualquier cosa, menos amante de la música.
Pero no quiso pensar más en eso, porque la melodía lo reclamaba, llamándolo como una mujer madura y experimentada, de sonrisa franca y ternura infinita, al mismo tiempo. Era deliciosa, pero no empalagaba, y su forma delicada, frágil y a la vez segura, era tan palpable que casi podría decirse que la veía flotando en la penumbra azulada, moviéndose por el aire como una luminescente estela, sinuosa, caprichosa en sus curvas, curvas que lo hicieron volver a mirar a la mujer que se bamboleaba como un junco apenas acariciado por la brisa del alba.
Esa mujer lo hizo pensar involuntariamente en Vera, que se había marchado por la mañana, llevándose su texto, sus palabras, y lo había dejado, más que con rencor, vacío; porque recién ahora, envuelto en esa melodía que mutaba sin dejar de ser la misma, en ese lugar al que Angelito lo había conducido y al que él había aceptado ir, con poco entusiasmo al principio, en esa noche que, en fin, estaba terminando, comprendió que ese texto, esas palabras, era todo lo que tenía. Y Vera se las había llevado, quién sabe por qué, dejándolo desamparado y solo.
Angelito lo acompañó hasta la puerta del edificio. Su bufanda amarilla se veía más rara que nunca, en la oscuridad. No lograba disimularla, aunque él pensó que más bien era esa la intención, lucirla, de una manera descarada.
Se despidieron sin efusiones y él subió a su departamento pensando sólo en ducharse y tirarse en la cama a dormir.
El agua caliente le quitó la fatiga, un tanto injustificada, pese a la hora. Sintió que el agotamiento insensato se iba por la rejilla.
Cuando salió del baño, sacudió un poco las sábanas y trató de acomodar las cobijas lo mejor que pudo. Se acostó y prendió la radio para no tener que dormirse en silencio. Cuando apoyó la cabeza en la almohada sintió, entre los olores familiares, lejano y casi imperceptible, el perfume de Vera. No quiso pensar y estiró el brazo para apagar la luz. Pero al hacerlo vio sobre la mesa el papel que ella le había dejado y eso fue suficiente: rendido, salió de la cama para tomarlo.
Lo releyó como lo había releído muchas veces, atendiendo sólo a los significados de las frases, sin reparar en nada más, ¿qué otra cosa podía hacer?
Por más que le gustara jugar con los sentidos de las palabras, examinar con ojo crítico cuanto trozo de escritura le cayera en las manos, algo le impedía ver en ese texto breve y contundente, otra cosa que no fuera la noticia del robo.
Pero de pronto desvió la mirada de los caracteres apurados y se detuvo en el papel. Le pareció toda una revelación comprobar que la hoja no era suya, que había pertenecido a una libreta de la cual sin duda la mujer había extraído el soporte de ese mensaje que, además de ser despedida y confesión, era un vínculo material con él. Y más le maravilló inferir que si la hoja procedía de un anotador, no era improbable que alguna marca, una huella apenas de otros mensajes, hubieran cicatrizado ese papel, le hubieran impreso restos de otras escrituras, de otras despedidas o confesiones como la que tenía entre las manos. Se sintió con ganas de hurgar en esa mujer, de una forma diferente a como la había hurgado durante la noche, sobre su cama.
Súbitamente se vio inmerso en la detectivesca tarea de sacar a la luz esas posibles huellas. Con la punta de un lápiz frotó el papel de arriba abajo, tan suavemente como le fue posible. Se revelaron algunas líneas sin sentido, unas pocas grietas imperceptibles que el lápiz iba materializando. Pero hacia el extremo inferior, las ocasionales rayas adquirieron forma reconocible: letras. Exaltado por la aparición, acalorado por el descubrimiento, exageró con pura fantasía los alcances del procedimiento, y al cabo se sintió lógicamente decepcionado cuando comprobó que sólo unos caracteres inconexos habían aparecido. Sólo podían leerse claramente: “amo”, “viejo”. Es decir, dos palabras, o fragmentos de palabras, cuyo sentido distaba de ser claro. Aparte de eso, una letra, J, que se adivinaba primorosamente escrita, y el fragmento “oche”, que tanto podía significar un momento del día como un vehículo o una ciudad turística. Lo único que le resultó significativo fue, por supuesto, aquello escrito que se salía del cuerpo de ese texto resucitado: la firma, que era, para no decir totalmente ilegible, extraña. No parecía decir Vera, pero tampoco podía distinguirse ningún nombre. Era, puede decirse, un nombre que no se discernía, pero que con seguridad no era el que hubiera supuesto, aunque estuviera escrito con la misma letra de Vera. Una palabra más se distinguía, aguzando la vista, una marca que era especial porque era apenas visible y podía ser al mismo tiempo muchas palabras, algo semejante a “amarrarlo” o “cerrarlo”, quizá “contarlo”, pero que él interpretó de la única forma que se le ocurrió, seguramente condicionado por varios motivos conocidos: “narrarlo”, le pareció que decía, y se quedó con la idea, acaso demasiado obvia, demasiado simple, pero que al fin le brindaba una inusitada conformidad; como si en esa palabra que tenía, y no, que ver con todo, hallara la clave de lo que ocurría. “Narrarlo” lo devolvía a las horas febriles de la ansiedad, a los momentos previos a la escritura que, como posibilidad, se hinchaba, semejante a un globo cuyo aire pujaba violentamente para salir; era la palabra que había operado como válvula de escape, la que había madurado en su interior hasta que al fin logró desprenderse del frondoso árbol de sus ideas, para caer y revelarse en toda su simpleza y en toda su verdad: narrarlo.
Y ciertamente lo había hecho, ignorante de que la historia, un poco simple, de un robo y una búsqueda, prefiguraba ya su propia historia; sin saberlo había quizá narrado por anticipado toda la catarsis de lo que ahora le acontecía; se había adelantado a los hechos con otros hechos, semejantes pero distintos, oscuros en sus causas pero de efectos claramente verificables; se había rendido a la fiebre de una premonición inconsciente.
Volvió a dejar del papel sobre el escritorio, nada más que hacer o pensar por esa noche; el día se le había hecho ya demasiado largo y estaba cansado. Se acostó metódicamente, calculando la posición de su cuerpo antes de dejarlo caer, abandonado al propio peso, en una minuciosa relajación de cada miembro. Pudo dormirse casi enseguida, alentado por la fatiga y la tranquilidad de aquella palabra que seguía resonándole en el pensamiento, aún mientras progresivamente iba entrando en la confortable nebulosa del descanso; “narrarlo”, “narrarlo”, se repitió, ya casi sin conciencia, sin pensar siquiera por un instante, que la palabra podía ser cualquier otra.
Las luces se apagaron. Todo el salón quedó a oscuras y él advirtió con sorpresa, que había sin embargo un tenue resplandor que emanaba vaya a saberse de dónde, acaso de la vitalidad de los cuerpos que llenaban el espacio amplio del local, acaso de un eco extraño que la luz misma podía producir. Pero sólo pudo notar esta claridad invisible a causa de la oscuridad perfecta que concentraba el escenario, ese rincón negro que parecía atraer con inusitada violencia, rápidamente, cualquier residuo de luminosidad, y tragársela, de modo que todo resplandor hacía engordar su propia negrura.
De pronto, algo pareció moverse desde el interior mismo de esa noche perfecta. Algo que apenas se adivinaba, un cuerpo, un cuerpo humano se movía, enredado en lo negro, pugnando por salir de ese envoltorio voraz. Bastaron unos pocos instantes para que las suaves curvas de una imagen femenina se distinguiera, separándose de la oscuridad, como si hubiera sido engendrada por ella.
Un aplauso repentino estalló, celebrando la espectacular aparición. Angelito, que permanecía a su lado, inclinó su cabeza hacia él, mientras aplaudía con vehemencia, y le dijo al oído:
-Te dije que esto se ponía bueno. Ahora vas a ver.
Y él vio, ciertamente, más nítidamente ahora, como si los aplausos hubieran desmoronado en un segundo toda atmósfera de ensoñación. En el escenario había una mujer, delgada, inusitadamente alta. Llevaba un largo vestido blanco, ceñido, que parecía una prolongación de su piel blanquísima. Tenía el pelo suelto y renegrido. Su aspecto era el de una aparición fantasmática. Una voz resonó, cálida y misteriosa, en todo el salón:
-Señoras y señores, con ustedes, Diva.
Otro aplauso, más estridente que el anterior, se desencadenó desde la derecha y pronto invadió todo el espacio, espantando el silencio. Una luminosidad débil y azulada se difundió sin que él llegara a ver de dónde provenía.
Comenzó a sonar una música lejana, vagamente caribeña, hipnótica, y paulatinamente fue subiendo su intensidad, pero sin llegar nunca a ser del todo clara. Era como si se tratara de un viejo disco de vinilo, que dejaba oír como una lluvia falsa de celofán. Pero era evidente que aquel defecto sonoro era deseado, quién sabe en busca de qué efectos. El ritmo era delicado y sensual, y la mujer se balanceaba de un lado a otro, seductora, como si esa cadencia la hubiera tomado, silenciosa, por las caderas. Se contoneaba delicadamente mientras la música, que había ido subiendo hasta ocupar el primer plano, desmigajaba su llovizna crocante de púa gastada. Y fue entonces que comenzó la canción más extraña que había oído jamás. No era la letra lo que lo desconcertó, al fin de cuentas estaba en otro idioma, uno que le era perfectamente desconocido, sino más bien el conjunto de música y palabras, la línea precisa y sinuosa de una melodía que eludía conscientemente cualquier previsibilidad, los acentos que siempre amenazaban con caer impuntuales y que sin embargo tenían una extraña precisión. No sabía mucho de música, técnicamente hablando, pero sí lo suficiente como para preguntarse qué sentido podía tener allí, donde cualquiera de los presentes podía parecer cualquier cosa, menos amante de la música.
Pero no quiso pensar más en eso, porque la melodía lo reclamaba, llamándolo como una mujer madura y experimentada, de sonrisa franca y ternura infinita, al mismo tiempo. Era deliciosa, pero no empalagaba, y su forma delicada, frágil y a la vez segura, era tan palpable que casi podría decirse que la veía flotando en la penumbra azulada, moviéndose por el aire como una luminescente estela, sinuosa, caprichosa en sus curvas, curvas que lo hicieron volver a mirar a la mujer que se bamboleaba como un junco apenas acariciado por la brisa del alba.
Esa mujer lo hizo pensar involuntariamente en Vera, que se había marchado por la mañana, llevándose su texto, sus palabras, y lo había dejado, más que con rencor, vacío; porque recién ahora, envuelto en esa melodía que mutaba sin dejar de ser la misma, en ese lugar al que Angelito lo había conducido y al que él había aceptado ir, con poco entusiasmo al principio, en esa noche que, en fin, estaba terminando, comprendió que ese texto, esas palabras, era todo lo que tenía. Y Vera se las había llevado, quién sabe por qué, dejándolo desamparado y solo.
Angelito lo acompañó hasta la puerta del edificio. Su bufanda amarilla se veía más rara que nunca, en la oscuridad. No lograba disimularla, aunque él pensó que más bien era esa la intención, lucirla, de una manera descarada.
Se despidieron sin efusiones y él subió a su departamento pensando sólo en ducharse y tirarse en la cama a dormir.
El agua caliente le quitó la fatiga, un tanto injustificada, pese a la hora. Sintió que el agotamiento insensato se iba por la rejilla.
Cuando salió del baño, sacudió un poco las sábanas y trató de acomodar las cobijas lo mejor que pudo. Se acostó y prendió la radio para no tener que dormirse en silencio. Cuando apoyó la cabeza en la almohada sintió, entre los olores familiares, lejano y casi imperceptible, el perfume de Vera. No quiso pensar y estiró el brazo para apagar la luz. Pero al hacerlo vio sobre la mesa el papel que ella le había dejado y eso fue suficiente: rendido, salió de la cama para tomarlo.
Lo releyó como lo había releído muchas veces, atendiendo sólo a los significados de las frases, sin reparar en nada más, ¿qué otra cosa podía hacer?
Por más que le gustara jugar con los sentidos de las palabras, examinar con ojo crítico cuanto trozo de escritura le cayera en las manos, algo le impedía ver en ese texto breve y contundente, otra cosa que no fuera la noticia del robo.
Pero de pronto desvió la mirada de los caracteres apurados y se detuvo en el papel. Le pareció toda una revelación comprobar que la hoja no era suya, que había pertenecido a una libreta de la cual sin duda la mujer había extraído el soporte de ese mensaje que, además de ser despedida y confesión, era un vínculo material con él. Y más le maravilló inferir que si la hoja procedía de un anotador, no era improbable que alguna marca, una huella apenas de otros mensajes, hubieran cicatrizado ese papel, le hubieran impreso restos de otras escrituras, de otras despedidas o confesiones como la que tenía entre las manos. Se sintió con ganas de hurgar en esa mujer, de una forma diferente a como la había hurgado durante la noche, sobre su cama.
Súbitamente se vio inmerso en la detectivesca tarea de sacar a la luz esas posibles huellas. Con la punta de un lápiz frotó el papel de arriba abajo, tan suavemente como le fue posible. Se revelaron algunas líneas sin sentido, unas pocas grietas imperceptibles que el lápiz iba materializando. Pero hacia el extremo inferior, las ocasionales rayas adquirieron forma reconocible: letras. Exaltado por la aparición, acalorado por el descubrimiento, exageró con pura fantasía los alcances del procedimiento, y al cabo se sintió lógicamente decepcionado cuando comprobó que sólo unos caracteres inconexos habían aparecido. Sólo podían leerse claramente: “amo”, “viejo”. Es decir, dos palabras, o fragmentos de palabras, cuyo sentido distaba de ser claro. Aparte de eso, una letra, J, que se adivinaba primorosamente escrita, y el fragmento “oche”, que tanto podía significar un momento del día como un vehículo o una ciudad turística. Lo único que le resultó significativo fue, por supuesto, aquello escrito que se salía del cuerpo de ese texto resucitado: la firma, que era, para no decir totalmente ilegible, extraña. No parecía decir Vera, pero tampoco podía distinguirse ningún nombre. Era, puede decirse, un nombre que no se discernía, pero que con seguridad no era el que hubiera supuesto, aunque estuviera escrito con la misma letra de Vera. Una palabra más se distinguía, aguzando la vista, una marca que era especial porque era apenas visible y podía ser al mismo tiempo muchas palabras, algo semejante a “amarrarlo” o “cerrarlo”, quizá “contarlo”, pero que él interpretó de la única forma que se le ocurrió, seguramente condicionado por varios motivos conocidos: “narrarlo”, le pareció que decía, y se quedó con la idea, acaso demasiado obvia, demasiado simple, pero que al fin le brindaba una inusitada conformidad; como si en esa palabra que tenía, y no, que ver con todo, hallara la clave de lo que ocurría. “Narrarlo” lo devolvía a las horas febriles de la ansiedad, a los momentos previos a la escritura que, como posibilidad, se hinchaba, semejante a un globo cuyo aire pujaba violentamente para salir; era la palabra que había operado como válvula de escape, la que había madurado en su interior hasta que al fin logró desprenderse del frondoso árbol de sus ideas, para caer y revelarse en toda su simpleza y en toda su verdad: narrarlo.
Y ciertamente lo había hecho, ignorante de que la historia, un poco simple, de un robo y una búsqueda, prefiguraba ya su propia historia; sin saberlo había quizá narrado por anticipado toda la catarsis de lo que ahora le acontecía; se había adelantado a los hechos con otros hechos, semejantes pero distintos, oscuros en sus causas pero de efectos claramente verificables; se había rendido a la fiebre de una premonición inconsciente.
Volvió a dejar del papel sobre el escritorio, nada más que hacer o pensar por esa noche; el día se le había hecho ya demasiado largo y estaba cansado. Se acostó metódicamente, calculando la posición de su cuerpo antes de dejarlo caer, abandonado al propio peso, en una minuciosa relajación de cada miembro. Pudo dormirse casi enseguida, alentado por la fatiga y la tranquilidad de aquella palabra que seguía resonándole en el pensamiento, aún mientras progresivamente iba entrando en la confortable nebulosa del descanso; “narrarlo”, “narrarlo”, se repitió, ya casi sin conciencia, sin pensar siquiera por un instante, que la palabra podía ser cualquier otra.
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