(CUATRO)
Había ido a ver a Lisandro, finalmente, aquella tarde. La confitería, sin estar repleta, tenía muchas mesas ocupadas, pero como en una especie de claro, en una mesa solitaria, se hallaba sentado aquel hombre que lo esperaba para descubrirle los arcanos de un mundo que pronto había de ser también el suyo.
Así fue como Santo se inició, como ingresó a una suerte de mundo paralelo del que no intentaría salir -que no hubiera querido abandonar- hasta hacía poco, cuando los años se le habían venido encima, todos juntos, y le habían hecho pensar en todo lo que hubiese vivido en la otra realidad, en la común y generalmente monótona cotidianeidad.
Pero no se olvidaba de la pregunta que Julia le había dejado clavada en el pecho ¿Por qué suponía él que podía abandonar el tipo de vida que llevaba? ¿Qué le hacía pensar que la maquinaria, que mantenía en funcionamiento ese mundo pródigo de abyección, permitiría sin más la salida de un engranaje? ¿Qué mejor prueba del fracaso connatural de su proyecto que el hecho de haberse enfrascado en la búsqueda de una puta que se había pasado de lista? Y al mismo tiempo, ¿no estaba él colaborando para ratificar la imposibilidad de la huida? Porque, pensándolo bien, fríamente, tendría que estar buscando a esa mujer para ayudarla a escapar, para que pudiera interpolarse en el mundo común, cruzar el umbral y ocultarse para siempre a los ojos escrutadores del Artefacto, que no puede ver más allá de la realidad que sostiene y justifica. Así debía ser si era cierto que, de un modo menos brusco, pero no menos drástico, trataba él de hacer lo mismo.
En estas cosas pensó, tirado boca arriba en su camastro, con las manos en la nuca, en la oscuridad chirle del amanecer. Así se quedó, unas horas, despierto. No le extrañó; a su edad, el insomnio era casi un compañero de cuarto, que parloteaba incansablemente, hasta que uno terminaba por quedarse dormido.
Se despertó al mediodía porque llamaban a la puerta. Era la vecina, que se apareció ante él con un maquillaje tan excesivo que no se podía saber si los fines eran estéticos o circenses.
-Hola, don Santo, discúlpeme que lo moleste, pero..., ay, no me diga nada, ¿estaba durmiendo? Yo sabía que no tenía que venir a jorobar, pero lo que pasa es que me voy unos días a lo de mi hermana, y quería avisarle por si venía mi hija; no me puedo comunicar con ella y no quiero que se asuste, ¿podría avisarle que estoy allá hasta la semana que viene? Dígale que si quiere puede ir a vernos, a ver si así por lo menos visita alguna vez a su pobre tía, que la adora, pero usted ya ve...así son de desagradecidos los jóvenes; yo me pregunto si nosotros éramos así. Pero bueno, vio cómo es la vida. ¿Me hace el favor de avisarle si viene? Gracias, me voy, no lo molesto más..., y discúlpeme otra vez por despertarlo; es que no me imaginé que iba a dormir hasta tarde. Bueno, adiós, gracias, otra vez..., y disculpe.
Después de estas palabras, la mujer se había ido tan súbitamente como había llegado, taconeando con prisa lenta de viejo, bajando las escaleras, poniendo siempre los pies en cada escalón. Santo la escuchó bajar incluso después de haber cerrado la puerta. Miró la hora. Se había despertado con hambre, así que decidió que iría a comer algo. Mientras se cambiaba la camisa y buscaba un pulóver oyó que volvían a llamar. “Con qué me va a venir ahora”, pensó mientras caminaba hacia la puerta. Seguramente regresaba con una posdata para su hija, que después de todo no venía hacía años.
Abrió. Era Lucio.
-¿Cómo entraste?
-Aproveché que una mujer salía.
-Justo iba a salir a comer algo.
-Vamos.
En el bar del cordobés había apenas una mesa libre. Se sentaron.
-Qué tal, Santo, hacía rato que no se lo veía- dijo el mozo, cuando se acercó a atender- ¿Y a usted cómo le va?- agregó, dirigiéndose a Lucio, pero llamándole de otro modo.
-Bien, bien- dijo, y eso fue todo.
Santo no se sorprendió de que el mozo llamara a Lucio con otro nombre, es más, ni siquiera se dio cuenta, era la cosa más natural del mundo. Toda la gente del ambiente tenía otros nombres; él era el único que, tal vez por una inconsciente determinación, era Santo para todos.
Pidió guiso de lentejas, el plato del día; Lucio, más frugal, o simplemente más tradicional, un bife con fritas.
Mientras esperaban que les sirvieran, Santo pensó en el singular contraste de las visitas que se habían sucedido. Primero la vecina, Lucio después. En unos pocos minutos había tenido que cambiar de planos, de mundos, como si éstos pudieran sucederse sin solución de continuidad, como si fuera posible, así, sin más, que hubiera puntos de contacto entre una realidad y otra, pasajes inesperados, súbitos. Pero la verdad, eran puramente ilusorios. Si dos universos cuya única ligazón estaba en el rechazo mutuo podían superponerse, era debido a una circunstancia esotérica que no lograba determinar. Existían por diferencia, porque ninguno era ni podía ser el otro, pero alguna extraña conexión parecía establecerse, una zona donde el límite se volvía vulnerable.
-¿Pudiste averiguar algo?
-Casi nada, o bueno, algo, si se quiere.
Iba a decirle que Julia sabía quién era la mujer y que probablemente también sabía dónde encontrarla, pero un repentino sentimiento de culpa lo embargó. Simplemente no le pareció bien involucrar a quien se había negado a colaborar; tal vez él hubiera podido sonsacarle el dato, sólo porque Julia lo había recibido y no había negado saber a quién andaban buscando. Pero eso era todo y ella no había querido decir más.
-¿Algo?
-Parece que la mina está apurada por vender. Debe querer la guita para borrarse ya.
-¿Borrarse?- la mirada de Lucio era escéptica- ¿Borrarse adónde?- y terminó las palabras con una risita incrédula.
A Santo le molestó en lo más profundo la burla de Lucio, porque era eso. De pronto sintió que aquello que a él se le antojaba ciertamente difícil e improbable, sin dejar de tener, en su apreciación, una cuota de cándido romanticismo o de meditada desesperación, era para alguien como Lucio una cosa tan absurda que provocaba la risa. Pero al considerar que tal vez fuera realmente así, que era irrisorio pensar siquiera la huida, se avergonzó de su propia ingenuidad. Prefirió llevar la conversación por otro camino.
-Yo no sé a quién le va a vender.
-Acá todos nos conocemos; los muchachos ya están sobre aviso, así que a menos que raje...,pero con qué guita, ¿no?
-Los muchachos no siempre son honrados- le causó gracia usar esa palabra, pero Lucio no pareció advertir ninguna anomalía.
-Es verdad, pero no creo que alguien se anime a comprarle todo junto; va a tener que fraccionar y ahí sí. Un atrevido nunca falta, pero cuatro o cinco al mismo tiempo es más difícil.
-¿Y vos cómo quedaste en este asunto?
-Por mí no te preocupés, ya hablé y todo está tranquilo. En el peor de los casos, lo compenso con laburos especiales.
Santo se sintió indignado. Había aceptado ayudar sólo por el temor de que el pibe Lucio se viera en un problema grave que lo dejara indefenso en una zona de peligro de la que muchos no habían regresado. Pero escuchar ahora -de boca de quien hacía unos pocos días se mostraba como un niño que rompe, sin querer, una reliquia familiar- una frase tranquilizadora, como si nada hubiera pasado, como si el riesgo en el que creía que se había metido hubiera sido un simulacro, le molestó profundamente.
Muy bien, todo estaba tranquilo, ¿tenía que seguir con el asunto?
-¿Tengo que seguir con el asunto?
-Claro, tenés que ubicarla, no debe estar lejos.
-Pero si ya no hay problema, podés buscarla vos o esperar que caiga sola. No veo por qué tengo que seguir.
Lucio abrió mucho los ojos. Santo se dio cuenta de que no esperaba esa respuesta, y su consternación era la misma que se tiene frente a la irrupción de lo absurdo. No cabía en su imaginario que un trabajo empezado se cortara de esa manera, porque el encargado de la tarea se arrepentía de haberla comenzado. En el otro plano, tal vez. Allí donde Lucio tenía otro nombre, quizá funcionaban esas vacilaciones, sin provocar ningún episodio de desajuste. Pero de este lado, tales titubeos eran inconcebibles.
Pero además de sorprenderse, Lucio hizo otra cosa, un gesto de confirmación, como entendiendo algo, no a Santo, por supuesto. Lo que Lucio parecía comprender, o confirmar, venía de otro lado, de otro tiempo, de una idea que quizá alguien le había comunicado, y de una propuesta que le había parecido inesperada y misteriosa, que probablemente le había generado inquietudes que tuvo que guardarse, para no contradecir la voz de la autoridad que le había hablado de un proyecto necesario. Él podía tener algún asunto pendiente con Santo, quizá, como cualquiera tiene cosas pendientes con los amigos de tantos años, cosas que hubiera podido dejar de lado, o no, cuentas que habría tenido que ajustar, pero de un modo personal, como se arreglan esas cosas; pero si no hubiera visto esa vacilación en el hombre que tenía delante, no habría podido aceptar ni creer nada de todo lo que le habían pedido, hasta ahora. Por eso ese gesto de confirmación, una confirmación como resignada, triste. Pero de nada de eso se dio cuenta Santo.
Había ido a ver a Lisandro, finalmente, aquella tarde. La confitería, sin estar repleta, tenía muchas mesas ocupadas, pero como en una especie de claro, en una mesa solitaria, se hallaba sentado aquel hombre que lo esperaba para descubrirle los arcanos de un mundo que pronto había de ser también el suyo.
Así fue como Santo se inició, como ingresó a una suerte de mundo paralelo del que no intentaría salir -que no hubiera querido abandonar- hasta hacía poco, cuando los años se le habían venido encima, todos juntos, y le habían hecho pensar en todo lo que hubiese vivido en la otra realidad, en la común y generalmente monótona cotidianeidad.
Pero no se olvidaba de la pregunta que Julia le había dejado clavada en el pecho ¿Por qué suponía él que podía abandonar el tipo de vida que llevaba? ¿Qué le hacía pensar que la maquinaria, que mantenía en funcionamiento ese mundo pródigo de abyección, permitiría sin más la salida de un engranaje? ¿Qué mejor prueba del fracaso connatural de su proyecto que el hecho de haberse enfrascado en la búsqueda de una puta que se había pasado de lista? Y al mismo tiempo, ¿no estaba él colaborando para ratificar la imposibilidad de la huida? Porque, pensándolo bien, fríamente, tendría que estar buscando a esa mujer para ayudarla a escapar, para que pudiera interpolarse en el mundo común, cruzar el umbral y ocultarse para siempre a los ojos escrutadores del Artefacto, que no puede ver más allá de la realidad que sostiene y justifica. Así debía ser si era cierto que, de un modo menos brusco, pero no menos drástico, trataba él de hacer lo mismo.
En estas cosas pensó, tirado boca arriba en su camastro, con las manos en la nuca, en la oscuridad chirle del amanecer. Así se quedó, unas horas, despierto. No le extrañó; a su edad, el insomnio era casi un compañero de cuarto, que parloteaba incansablemente, hasta que uno terminaba por quedarse dormido.
Se despertó al mediodía porque llamaban a la puerta. Era la vecina, que se apareció ante él con un maquillaje tan excesivo que no se podía saber si los fines eran estéticos o circenses.
-Hola, don Santo, discúlpeme que lo moleste, pero..., ay, no me diga nada, ¿estaba durmiendo? Yo sabía que no tenía que venir a jorobar, pero lo que pasa es que me voy unos días a lo de mi hermana, y quería avisarle por si venía mi hija; no me puedo comunicar con ella y no quiero que se asuste, ¿podría avisarle que estoy allá hasta la semana que viene? Dígale que si quiere puede ir a vernos, a ver si así por lo menos visita alguna vez a su pobre tía, que la adora, pero usted ya ve...así son de desagradecidos los jóvenes; yo me pregunto si nosotros éramos así. Pero bueno, vio cómo es la vida. ¿Me hace el favor de avisarle si viene? Gracias, me voy, no lo molesto más..., y discúlpeme otra vez por despertarlo; es que no me imaginé que iba a dormir hasta tarde. Bueno, adiós, gracias, otra vez..., y disculpe.
Después de estas palabras, la mujer se había ido tan súbitamente como había llegado, taconeando con prisa lenta de viejo, bajando las escaleras, poniendo siempre los pies en cada escalón. Santo la escuchó bajar incluso después de haber cerrado la puerta. Miró la hora. Se había despertado con hambre, así que decidió que iría a comer algo. Mientras se cambiaba la camisa y buscaba un pulóver oyó que volvían a llamar. “Con qué me va a venir ahora”, pensó mientras caminaba hacia la puerta. Seguramente regresaba con una posdata para su hija, que después de todo no venía hacía años.
Abrió. Era Lucio.
-¿Cómo entraste?
-Aproveché que una mujer salía.
-Justo iba a salir a comer algo.
-Vamos.
En el bar del cordobés había apenas una mesa libre. Se sentaron.
-Qué tal, Santo, hacía rato que no se lo veía- dijo el mozo, cuando se acercó a atender- ¿Y a usted cómo le va?- agregó, dirigiéndose a Lucio, pero llamándole de otro modo.
-Bien, bien- dijo, y eso fue todo.
Santo no se sorprendió de que el mozo llamara a Lucio con otro nombre, es más, ni siquiera se dio cuenta, era la cosa más natural del mundo. Toda la gente del ambiente tenía otros nombres; él era el único que, tal vez por una inconsciente determinación, era Santo para todos.
Pidió guiso de lentejas, el plato del día; Lucio, más frugal, o simplemente más tradicional, un bife con fritas.
Mientras esperaban que les sirvieran, Santo pensó en el singular contraste de las visitas que se habían sucedido. Primero la vecina, Lucio después. En unos pocos minutos había tenido que cambiar de planos, de mundos, como si éstos pudieran sucederse sin solución de continuidad, como si fuera posible, así, sin más, que hubiera puntos de contacto entre una realidad y otra, pasajes inesperados, súbitos. Pero la verdad, eran puramente ilusorios. Si dos universos cuya única ligazón estaba en el rechazo mutuo podían superponerse, era debido a una circunstancia esotérica que no lograba determinar. Existían por diferencia, porque ninguno era ni podía ser el otro, pero alguna extraña conexión parecía establecerse, una zona donde el límite se volvía vulnerable.
-¿Pudiste averiguar algo?
-Casi nada, o bueno, algo, si se quiere.
Iba a decirle que Julia sabía quién era la mujer y que probablemente también sabía dónde encontrarla, pero un repentino sentimiento de culpa lo embargó. Simplemente no le pareció bien involucrar a quien se había negado a colaborar; tal vez él hubiera podido sonsacarle el dato, sólo porque Julia lo había recibido y no había negado saber a quién andaban buscando. Pero eso era todo y ella no había querido decir más.
-¿Algo?
-Parece que la mina está apurada por vender. Debe querer la guita para borrarse ya.
-¿Borrarse?- la mirada de Lucio era escéptica- ¿Borrarse adónde?- y terminó las palabras con una risita incrédula.
A Santo le molestó en lo más profundo la burla de Lucio, porque era eso. De pronto sintió que aquello que a él se le antojaba ciertamente difícil e improbable, sin dejar de tener, en su apreciación, una cuota de cándido romanticismo o de meditada desesperación, era para alguien como Lucio una cosa tan absurda que provocaba la risa. Pero al considerar que tal vez fuera realmente así, que era irrisorio pensar siquiera la huida, se avergonzó de su propia ingenuidad. Prefirió llevar la conversación por otro camino.
-Yo no sé a quién le va a vender.
-Acá todos nos conocemos; los muchachos ya están sobre aviso, así que a menos que raje...,pero con qué guita, ¿no?
-Los muchachos no siempre son honrados- le causó gracia usar esa palabra, pero Lucio no pareció advertir ninguna anomalía.
-Es verdad, pero no creo que alguien se anime a comprarle todo junto; va a tener que fraccionar y ahí sí. Un atrevido nunca falta, pero cuatro o cinco al mismo tiempo es más difícil.
-¿Y vos cómo quedaste en este asunto?
-Por mí no te preocupés, ya hablé y todo está tranquilo. En el peor de los casos, lo compenso con laburos especiales.
Santo se sintió indignado. Había aceptado ayudar sólo por el temor de que el pibe Lucio se viera en un problema grave que lo dejara indefenso en una zona de peligro de la que muchos no habían regresado. Pero escuchar ahora -de boca de quien hacía unos pocos días se mostraba como un niño que rompe, sin querer, una reliquia familiar- una frase tranquilizadora, como si nada hubiera pasado, como si el riesgo en el que creía que se había metido hubiera sido un simulacro, le molestó profundamente.
Muy bien, todo estaba tranquilo, ¿tenía que seguir con el asunto?
-¿Tengo que seguir con el asunto?
-Claro, tenés que ubicarla, no debe estar lejos.
-Pero si ya no hay problema, podés buscarla vos o esperar que caiga sola. No veo por qué tengo que seguir.
Lucio abrió mucho los ojos. Santo se dio cuenta de que no esperaba esa respuesta, y su consternación era la misma que se tiene frente a la irrupción de lo absurdo. No cabía en su imaginario que un trabajo empezado se cortara de esa manera, porque el encargado de la tarea se arrepentía de haberla comenzado. En el otro plano, tal vez. Allí donde Lucio tenía otro nombre, quizá funcionaban esas vacilaciones, sin provocar ningún episodio de desajuste. Pero de este lado, tales titubeos eran inconcebibles.
Pero además de sorprenderse, Lucio hizo otra cosa, un gesto de confirmación, como entendiendo algo, no a Santo, por supuesto. Lo que Lucio parecía comprender, o confirmar, venía de otro lado, de otro tiempo, de una idea que quizá alguien le había comunicado, y de una propuesta que le había parecido inesperada y misteriosa, que probablemente le había generado inquietudes que tuvo que guardarse, para no contradecir la voz de la autoridad que le había hablado de un proyecto necesario. Él podía tener algún asunto pendiente con Santo, quizá, como cualquiera tiene cosas pendientes con los amigos de tantos años, cosas que hubiera podido dejar de lado, o no, cuentas que habría tenido que ajustar, pero de un modo personal, como se arreglan esas cosas; pero si no hubiera visto esa vacilación en el hombre que tenía delante, no habría podido aceptar ni creer nada de todo lo que le habían pedido, hasta ahora. Por eso ese gesto de confirmación, una confirmación como resignada, triste. Pero de nada de eso se dio cuenta Santo.
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