4 de julio de 2009

Los vasos comunicantes (décima entrega)






(CINCO)




Si como decía Lucio, todo estaba arreglado, entonces no había por qué apresurar las cosas. Santo se repetía que ésta era la última vez. Quizá fuera cierto que no se puede huir del espacio en que se vive, simplemente porque ese espacio existe en el mismo lugar en que las gentes comunes transitan, aman o lloran. Un mismo lugar físico, pero en un plano diferente, más turbio y cruel. Dos realidades que no se superponían y cuyos límites tampoco era sencillo franquear. Eso él lo había visto muchas veces, estar de un lado o del otro era para cualquiera la única posibilidad. No por nada los nombres cambiaban y Lucio era Lucio, pero sólo allí. Del otro lado, un nombre cualquiera protegía esa vida. Los nombres los preservaban de los peligros de la otra existencia, y así, no era extraño que fueran siempre un poco ingenuos respecto de la otra zona. El nombre los ayudaba a ser perfectamente lo que eran en cada lado.
Pero Santo tenía ese único nombre, y nunca había pensado en cambiarlo; a él todos los pudores que tipos como Lucio o mujeres como Julia tenían respecto del mundo común no le afectaban. Él siempre había podido ser Santo el vecino, Santo el amigo, o Santo el cómplice, Santo el encargado, el viejo amable de sonrisa franca, o el perseguidor. Y era tal vez esa capacidad de ser él mismo, ese talento especial el que lo había hecho caro a unos y otros, se decía; a la vecina que dejaba un mensaje a su hija, o a Lucio; a Julia o al viejo mueblero que había sido su amigo tantos años.
Y de nombres se trataba justamente todo este asunto: del que la mujer le había dado a su amiga y que Lucio retuvo, la noche en que finalmente ella le robó, con la esperanza cada vez más estrecha de cambiar de vida. Sí, tal vez fuera, a fin de cuentas, un intento vano, en el que él mismo creyó inconscientemente hasta poco tiempo atrás; sin embargo, se repitió, ésta sería la última vez; luego simplemente buscaría la manera de negarse con astucia. Quizá nunca podría abandonar del todo ese reino de lo equívoco, pero se las arreglaría con oportunas dilaciones para perderse en los mil recovecos del Artefacto. Todo mecanismo complejo acaba por ser burocrático y Santo sabía muy bien, después de tantos años, que se podía ser una pieza inútil en la que nadie volviera a reparar.
Y mientras pensaba esto, veía cómo Julia salía del edificio que era su casa y su lugar de trabajo, enfundada en un sobretodo raído, debajo del cual no podían dejar de adivinarse las formas generosas de un cuerpo madurado hasta las óptimas cualidades del sabor.
La siguió de lejos, al amparo de la noche, semiocultándose entre los árboles de la vereda. Sabía que iba a encontrarse con la mujer que él buscaba; había intuido que la emoción con la que Julia había hablado de ella era el índice de una admiración y un afecto que hacían necesarios los encuentros.
Después de unas ocho cuadras, ella dobló a la izquierda.
En esa dirección era claro que no buscaba ningún medio de transporte, así que Santo decidió abandonar la persecución por aquella noche. Si como decía Lucio, ya estaba todo arreglado, lo que sobraba era tiempo.
La noche siguiente Julia no salió de su casa.
Santo había calculado que las mujeres se encontrarían cada dos o tres días, de manera que la siguiente vez que Julia fue a su encuentro, él se hallaba ya apostado en una calle oportuna para verla pasar, como efectivamente vio, después de haber girado a la izquierda unas cuadras más allá. Esta vez la siguió aún desde más lejos. No quería generar ningún tipo de sospechas en esa mujer que alguna vez había sido para él un poco más que una puta jovencita que recién se iniciaba, y a la que le debía más de un favor. En el fondo, hubiera querido poder hacer el trabajo sin involucrarla, pero había sido imposible, Julia no sólo sabía quién era la que él buscaba, sino que también sabía dónde encontrarla, sin contar con que, después de la cuarta noche de persecución, se hacía evidente que las unía un fuerte vínculo.
La quinta noche -Santo había seguido a Julia apenas unas cuadras más cada vez y cada vez se le había adelantado, adivinando el recorrido-, sus pasos lo condujeron hasta un pasaje oscuro y solitario. Había alguien allí, que esperaba. Era la mujer que estaba buscando.
Al principio le sorprendió que los encuentros, que había calculado con precisión maestra, se llevaran a cabo en la calle. Esperaba más bien una puerta discreta, escastrada en cualquier pared sin ventanas, unos golpes minuciosamente estudiados y una entrada furtiva, precedida de algunas rápidas inspecciones a un lado y otro, que no desdijeran la seguridad del lugar y de la hora.
Pero en lugar de eso, Julia iría directamente a verse con esa mujer que la esperaba apoyada contra un farol, que se encendía y se apagaba en plena noche. Le costó un poco distinguir sus facciones en la oscuridad, y la luminosidad inconstante del farol, hacía más difícil el intento. La única luz estable que llegaba provenía de la otra esquina, y apenas recorría el callejón, temerosa. Lo único que podía notar, era que se trataba de una mujer mucho más joven que Julia, que llevaba el pelo suelto y un sobretodo claro que ayudaba a distinguirla en la negrura, y que resplandecía con cada nuevo encenderse del farol. Un aire frío que se encajonaba en el pasaje, la hacía hundir sus manos en los bolsillos profundos e inclinar la cabeza para mantener el pecho tibio con su aliento.
Algo, pensó Santo de pronto, no estaba bien. Le costaba pensar que las dos mujeres se vieran siempre de ese modo que desafiaba los vaivenes climáticos. Probablemente ella viviera en ese mismo pasaje, en alguno de los derruidos caserones, cuyos frentes consistían apenas en altos muros descascarados. De ese modo se podría explicar, como si se tratara de un capricho sin importancia, esa espera de intemperie. Tal vez Julia necesitaba verla así para saber que todo estaba bien, y apenas se hubieran saludado, caminarían juntas hasta la puerta tras de la cual esperaba un espacio más ameno, un ambiente sin duda más propicio para la visita.
A todo esto, Julia parecía retrasada.
Santo había calculado siempre con exactitud, adelantándose cada vez, para verla pasar e ir construyendo el mapa de su clandestinidad, escandalosa, porque repetía la clandestinidad de su propia vida.
Un tanto soberbio, no reparó en su inverosímil precisión.
Pero esta vez, la precisión le fallaba porque Julia ya debía haber llegado. ¿Sería posible que hubiera sospechado que él la había venido siguiendo? No lo creía, sobre todo porque la mujer estaba ahí, esperándola, y no era dado suponer que la espera fuera vana. Sin duda un llamado telefónico confirmaba periódicamente las citas.
Cuando oyó el taconeo furioso de unos zapatos de mujer, sonrió. Julia llegaba un poco tarde, pero fiel a esa joven que la aguardaba para repetir los rituales de un encuentro.
La vio pasar cerca de él, que se ocultaba detrás de la tupida vegetación de un cantero, adonde ninguna luz llegaba. Él sí que estaba a oscuras, guardado en la negrura, repitiendo lo que los años de agitada vida nocturna le habían enseñado, a tal punto que se había convertido en un pequeño maestro, en un artista anónimo de ese oficio oprobioso de espiar.
Cuando vio llegar a su amiga, la joven levantó una mano, como si necesitara indicarle a Julia dónde se encontraba, o como una manera de señalar su propia fidelidad tácita.
-Se me hizo tarde, amor- dijo Julia, y su voz sonó multiplicada por el silencio o por la oscuridad.
-No importa, me imaginé.
La voz de la joven era extrañamente cálida, bien modulada; Santo pensó que le hubiera gustado hablar con ella.
Pero lo que ocurrió a continuación, lo sorprendió porque no lo había previsto, o en todo caso, porque no había permitido que un pensamiento, que juzgaba morbosamente viril, se le instalara en la conciencia.
Julia tomó la cara de la joven entre sus manos y sin más preámbulos la besó en la boca, profundamente.
Era evidente que el beso sólo había sorprendido a Santo, porque la otra, la joven que había buscado, la que robó a expensas de un deseo condenado a la frustración, respondió a la caricia con una avidez llena de suspiros.
Y mientras las bocas se devoraban y las lenguas se enlazaban en una ansiedad tibia, Julia se desprendió los botones del sobretodo, y su cuerpo desnudo se reveló a los ojos de Santo, y a las caricias de la amiga, que con la misma celeridad desabrochaba su propio abrigo, para buscar sedienta el calor joven, lleno de curvas y turgencias. En un rozamiento que paulatinamente aumentaba los contoneos y los gemidos, la piel madura de Julia rejuvenecía, mezclando su olor de fruto con el de flor de aquella que pronto buscó con su mano el hueco húmedo de la amante para hundirla en un frenesí creciente, mientras sentía entre sus propias piernas la curiosidad de los dedos de Julia, que la hurgaban en el lugar preciso en que crece la tensión que la llevaría al máximo abandono.
Santo contemplaba absorto y fascinado la escena que se desarrollaba ante sus ojos indiscretos, bajo una luz que parpadeaba, y en cada parpadeo, parecía acrecentar la pasión de las dos mujeres; y aunque era hombre grande y sólo muy de tanto en tanto experimentaba el llamado de la carne, no podía evitar el aflojamiento de sus articulaciones y el hormigueo de un sexo que no había olvidado cómo crecer. Trató de pensar en que todo aquello no era más que un recreo, una suerte extra que le tocaba presenciar y que su trabajo una vez más le ofrecía como parte de pago, el espectáculo de los cuerpos unidos, en el que muchas veces, había sido también actor.
Pero todo espectáculo implica un espectador, y a decir verdad, Julia y su amiga se amaban con tanta pasión -desnudas ahora a pesar del frío, hundiendo una la boca hambrienta en el sexo de la otra- que a Santo se le ocurrió preguntarse por un instante si todo aquello no sería más que una puesta en escena, una exhibición despojada de pudor y extremada en su voluptuosidad, que presuponía un voyeur como él. Si esto era cierto, entonces esas mujeres sabían que alguien las espiaba y habían preparado la función simplemente con el fin de proporcionar al espía un show perturbador, o de aumentar, en la exhibición, el placer mutuo o, finalmente, despertar a ese tercero señalándole que no sólo sabían que estaba ahí, sino también para qué. Acaso no ignoraban quién era.
Debió ser así, porque luego de entregarse a los espasmos finales, que se completaron con lánguidos besos y arrumacos, esas mujeres que se habían amado, miraron directamente a Santo, como si pudieran verlo a través de la noche, riendo espontáneamente, mientras recogían los abrigos y caminaban abrazadas hasta el frente de un pequeño edificio donde, mirando y riendo siempre en dirección a él, entraron.
Santo sintió que temblaba. Lo atribuyó al frío de esa noche.

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