6
Extrañamente luminosa fue la mañana del domingo. Como siempre, el sol salió temprano, pero pocos parecieron darse cuenta. A las diez la ciudad aún parecía dormida y los pocos autos que pasaban y las pocas personas que iban y venían como sonámbulos, no alcanzaban a desmentir la vacía contundencia del domingo. Desde la ventana, abierta después de muchos días, él contemplaba las calles solitarias del centro.
No había dormido mucho, pero se sentía vital, descansado, como si hubiera pasado una larga noche entre las cobijas que, revueltas y acaso tibias, eran el único rastro que quedaba del paso de su cuerpo por allí. El aire frío que entraba le puso la piel de gallina. Aspiró profundamente los olores benéficos de la mañana. Dejó que sus pulmones se hincharan hasta el dolor y retuvo el aire durante cincuenta heroicos segundos. Luego fue soltándolo lentamente, dejando que ese aire sin oxígeno se llevara, como el viento del sur que había soplado toda la noche, las nubes abultadas de su soledad.
Hizo lo mismo dos o tres veces y recién cuando se sintió limpio, como si hubiera podido darse un baño por dentro, pensó en Vera y en su manuscrito, en Ángel y en Diva; en Vanesa, también. Hasta en el viejo Garmendia pensó. Las imágenes giraban ante sus ojos cerrados, envueltas en la brisa fría ¿Por qué lo rodeaban, apremiantes, como instándolo a hacer algo que ignoraba? Se preguntó una vez más qué podía haber de especial en el manuscrito, qué clave de algo, qué palabra vibrante, para que mereciera el honor de ser sustraído, a expensas de una mujer desconocida. La historia que había escrito, el robo que había imaginado, el perseguidor y la perseguida, el mundo paralelo que había pergeñado en largas noches de sinsentido, no le brindaban ninguna respuesta. Todo eso no era más que palabras, semejantes a las que Diva había cantado la noche anterior, sin valor referencial, es decir, en el material mundo cotidiano, sin valor.
Se dio un baño caliente, tomó café y bajó a la calle. Anduvo, errático, por lugares que no frecuentaba, expuesto a la bonhomía de la luz diáfana, constatando la solidez del domingo en las veredas sucias y vacías. Llegó hasta la plaza Monserrat y se sentó a mirar a las palomas, que se acercaron, pedigüeñas, hasta el banco, sin conseguir, de él que las contemplaba como se contempla la copa agitada de un árbol, nada. Al rato, unas personas fueron apareciendo. Todos parecían como él, un poco irreales, un poco ficticios en esa mañana nítida que no lograba, pese a todo, volverlos verificables. Entonces, cuando el sol empezaba a calentarle la cara, alentando la ensoñación, se dio a pensar una trama para su propia existencia. Supuso que imaginándola encauzaría la masa sin forma y estática de su acontecer.
Él era un asesino a sueldo al que le habían encargado un trabajo sencillo, fácil, se diría, si no fuera por el único obstáculo que lo volvía casi inaceptable: debía matar a su mejor amigo. La cosa le resultó conocida.
En el caos de su fantasía, la idea no prosperó, ya sea porque no tenía amigos íntimos a los que le doliera perder, ya sea porque en la marea de imágenes que crecía en un vaivén de posibilidades, esa idea lo llevó pronto a otra.
Él era un contrabandista que venía de algún lugar, trayendo una carga preciosa. Habían pactado contactarlo en esa misma plaza, más o menos a esa hora, pero antes de que el encuentro se produjera, alguien -una mujer en la que imprevistamente vio a Vanesa- le informó que lo iban a borrar del mapa.
Tampoco.
Quizá Vanesa le contaba un secreto de Ángel, un dato que revelaba una zona oscura de ese otro, un poco torpe, por el que no sentía ningún afecto, pero que lo había invitado a tomar unas copas, sacándolo de la pesada monotonía en la que flotaba.
No se dio cuenta de que entreabría los ojos, porque seguía viendo a Vanesa que, parada frente a él, lo miraba como en la inminencia de algo por decir.
-Qué casualidad- dijo Vanesa.
“Qué realismo”, se dijo él, un instante antes de darse cuenta de que tenía los ojos abiertos y de que Vanesa estaba efectivamente ahí, parada frente a él, con el sol a sus espaldas y la cara llena de sombra.
-Qué casualidad- repitió ella.
Es curioso el efecto que suele producir volver a ver un rostro apenas conocido. Un instante antes él la había imaginado, a Vanesa; ni siquiera había sido un recuerdo, o acaso no hay recuerdo sin imaginación. Pero en verdad, la que estaba allí, de carne y hueso, la que le había dicho “qué casualidad”, no se parecía mucho a la chica que había conocido la noche anterior, de la que sólo le quedaba una imagen lejana, que había tratado de volver nítida en la bruma del ensueño. Fue por eso que, aún en la certeza de que era ella, preguntó:
-¿Nos conocemos?
-Soy Daniela. Vanesa. Anoche estuviste con Ángel en el bar.
-Es cierto- se fingió sorprendido-. Disculpame, no te había conocido.
-¿Qué andás haciendo a esta hora por acá?
-Nada. Paveando.
-Vengo siempre a esta plaza. Nunca te había visto acá.
-Me habrás visto otras veces, no me conocías, que no es lo mismo.
-Es verdad. ¿Me puedo sentar?
Se sentó a su lado y se llevó las manos a las orejas. Recién entonces él se dio cuenta de que llevaba puestos unos auriculares.
-Así que paveando- dijo ella.
-Es un lindo día.
-Pero todavía es temprano ¿O no dormiste nada?
-Vos te habrás acostado más tarde.
-Seguí de largo. Prefiero dormir al mediodía, o a la tarde. Me gustan las mañanas.
Se quedaron callados, viendo pasar la gente que usaba las veredas diagonales para cortar camino. Él no sabía qué decir, y se preocupó, porque supuso que el silencio se tensaría. Pero Vanesa no parecía nerviosa ni nada. Entonces, porque la falta de palabras lo inquietaba, preguntó:
-¿Llamaste a Ángel, al final?
Se arrepintió apenas terminó de decir aquello. Se reprochó su torpeza, ¿qué confianza tenía él con ella para hacer semejante pregunta? Pero eran palabras que ya no le pertenecían, porque habían sigo recogidas por otra persona. Por ella, que lo miró entre azorada y divertida.
-¿Qué te contó ese? No le creas nada. Miente todo el tiempo.
Sin saber por qué, él sintió alivio y hasta se entusiasmó.
-Es que él me había dicho...
-Ya sé lo que te dijo -interrumpió ella-, le dice lo mismo a todo el mundo. Ángel es mitómano, qué va a ser.
Esa palabra le sorprendió. No la oía con frecuencia y, dicha por ella, en ese lugar, en ese momento de encuentro casual con alguien que apenas conocía y de quien no sabía más que el nombre y dónde trabajaba, le sonó extraña.
-Qué palabra, mitómano.
-Bueno -dijo ella, bostezando-, me gustan las palabras.
-A mí también. He escrito algo...y una mujer me lo robó.
Se calló repentinamente. ¿Qué lo había movido a decir aquello?¿Por qué contaba a esta mujer extraña lo que no había contado a Angelito; ni a Vera, a decir verdad, con la cual había tenido, si no una historia, al menos sí un encuentro lo suficientemente íntimo como para alentar alguna confesión? ¿Consideraba que Vanesa, una mujer sin historia, era capaz de establecer con él una vía de comunicación diferente de las banalidades de Ángel y de los jadeos de Vera?
Qué solo estaba. Qué desamparado y ridículo, confesando lo que había querido guardarse sólo para él, por miedo a que lo vieran desamparado y ridículo. No era Vanesa, ciertamente; no era esa chica con cara de nena y cuerpo voluptuoso, a la que había mirado con algún deseo la noche anterior, la que le hacía decir eso. Acaso ella sólo le pareció simpática, seductora, agradable. Era la marea de su deseo la que había llegado a un punto en que tenía que rebalsar, salírsele por la boca y por los ojos y los oídos. Sí, había escrito algo y se lo habían robado y, recién se daba cuenta, quería seguir escribiendo. Por eso la confesión lo conmovió y los ojos se le humedecieron. Qué desamparado y ridículo se sentía ahora, y todo por no haberse querido mostrar, como queda dicho, desamparado y ridículo.
Pero estaba bien. Vanesa estaba bien. Y la plaza y las palomas, y la mañana y el sol. La gente que iba y venía, también.
Vanesa lo miraba, siempre divertida, y él esperaba que le preguntaría ¿qué cosa era esa que había escrito?
Pero en cambio, la confesión que le hizo cuando él le contó, le confesó, dijimos, que había escrito y que le habían robado, fue otra.
-Sí, ya lo sé -dijo ella.
Extrañamente luminosa fue la mañana del domingo. Como siempre, el sol salió temprano, pero pocos parecieron darse cuenta. A las diez la ciudad aún parecía dormida y los pocos autos que pasaban y las pocas personas que iban y venían como sonámbulos, no alcanzaban a desmentir la vacía contundencia del domingo. Desde la ventana, abierta después de muchos días, él contemplaba las calles solitarias del centro.
No había dormido mucho, pero se sentía vital, descansado, como si hubiera pasado una larga noche entre las cobijas que, revueltas y acaso tibias, eran el único rastro que quedaba del paso de su cuerpo por allí. El aire frío que entraba le puso la piel de gallina. Aspiró profundamente los olores benéficos de la mañana. Dejó que sus pulmones se hincharan hasta el dolor y retuvo el aire durante cincuenta heroicos segundos. Luego fue soltándolo lentamente, dejando que ese aire sin oxígeno se llevara, como el viento del sur que había soplado toda la noche, las nubes abultadas de su soledad.
Hizo lo mismo dos o tres veces y recién cuando se sintió limpio, como si hubiera podido darse un baño por dentro, pensó en Vera y en su manuscrito, en Ángel y en Diva; en Vanesa, también. Hasta en el viejo Garmendia pensó. Las imágenes giraban ante sus ojos cerrados, envueltas en la brisa fría ¿Por qué lo rodeaban, apremiantes, como instándolo a hacer algo que ignoraba? Se preguntó una vez más qué podía haber de especial en el manuscrito, qué clave de algo, qué palabra vibrante, para que mereciera el honor de ser sustraído, a expensas de una mujer desconocida. La historia que había escrito, el robo que había imaginado, el perseguidor y la perseguida, el mundo paralelo que había pergeñado en largas noches de sinsentido, no le brindaban ninguna respuesta. Todo eso no era más que palabras, semejantes a las que Diva había cantado la noche anterior, sin valor referencial, es decir, en el material mundo cotidiano, sin valor.
Se dio un baño caliente, tomó café y bajó a la calle. Anduvo, errático, por lugares que no frecuentaba, expuesto a la bonhomía de la luz diáfana, constatando la solidez del domingo en las veredas sucias y vacías. Llegó hasta la plaza Monserrat y se sentó a mirar a las palomas, que se acercaron, pedigüeñas, hasta el banco, sin conseguir, de él que las contemplaba como se contempla la copa agitada de un árbol, nada. Al rato, unas personas fueron apareciendo. Todos parecían como él, un poco irreales, un poco ficticios en esa mañana nítida que no lograba, pese a todo, volverlos verificables. Entonces, cuando el sol empezaba a calentarle la cara, alentando la ensoñación, se dio a pensar una trama para su propia existencia. Supuso que imaginándola encauzaría la masa sin forma y estática de su acontecer.
Él era un asesino a sueldo al que le habían encargado un trabajo sencillo, fácil, se diría, si no fuera por el único obstáculo que lo volvía casi inaceptable: debía matar a su mejor amigo. La cosa le resultó conocida.
En el caos de su fantasía, la idea no prosperó, ya sea porque no tenía amigos íntimos a los que le doliera perder, ya sea porque en la marea de imágenes que crecía en un vaivén de posibilidades, esa idea lo llevó pronto a otra.
Él era un contrabandista que venía de algún lugar, trayendo una carga preciosa. Habían pactado contactarlo en esa misma plaza, más o menos a esa hora, pero antes de que el encuentro se produjera, alguien -una mujer en la que imprevistamente vio a Vanesa- le informó que lo iban a borrar del mapa.
Tampoco.
Quizá Vanesa le contaba un secreto de Ángel, un dato que revelaba una zona oscura de ese otro, un poco torpe, por el que no sentía ningún afecto, pero que lo había invitado a tomar unas copas, sacándolo de la pesada monotonía en la que flotaba.
No se dio cuenta de que entreabría los ojos, porque seguía viendo a Vanesa que, parada frente a él, lo miraba como en la inminencia de algo por decir.
-Qué casualidad- dijo Vanesa.
“Qué realismo”, se dijo él, un instante antes de darse cuenta de que tenía los ojos abiertos y de que Vanesa estaba efectivamente ahí, parada frente a él, con el sol a sus espaldas y la cara llena de sombra.
-Qué casualidad- repitió ella.
Es curioso el efecto que suele producir volver a ver un rostro apenas conocido. Un instante antes él la había imaginado, a Vanesa; ni siquiera había sido un recuerdo, o acaso no hay recuerdo sin imaginación. Pero en verdad, la que estaba allí, de carne y hueso, la que le había dicho “qué casualidad”, no se parecía mucho a la chica que había conocido la noche anterior, de la que sólo le quedaba una imagen lejana, que había tratado de volver nítida en la bruma del ensueño. Fue por eso que, aún en la certeza de que era ella, preguntó:
-¿Nos conocemos?
-Soy Daniela. Vanesa. Anoche estuviste con Ángel en el bar.
-Es cierto- se fingió sorprendido-. Disculpame, no te había conocido.
-¿Qué andás haciendo a esta hora por acá?
-Nada. Paveando.
-Vengo siempre a esta plaza. Nunca te había visto acá.
-Me habrás visto otras veces, no me conocías, que no es lo mismo.
-Es verdad. ¿Me puedo sentar?
Se sentó a su lado y se llevó las manos a las orejas. Recién entonces él se dio cuenta de que llevaba puestos unos auriculares.
-Así que paveando- dijo ella.
-Es un lindo día.
-Pero todavía es temprano ¿O no dormiste nada?
-Vos te habrás acostado más tarde.
-Seguí de largo. Prefiero dormir al mediodía, o a la tarde. Me gustan las mañanas.
Se quedaron callados, viendo pasar la gente que usaba las veredas diagonales para cortar camino. Él no sabía qué decir, y se preocupó, porque supuso que el silencio se tensaría. Pero Vanesa no parecía nerviosa ni nada. Entonces, porque la falta de palabras lo inquietaba, preguntó:
-¿Llamaste a Ángel, al final?
Se arrepintió apenas terminó de decir aquello. Se reprochó su torpeza, ¿qué confianza tenía él con ella para hacer semejante pregunta? Pero eran palabras que ya no le pertenecían, porque habían sigo recogidas por otra persona. Por ella, que lo miró entre azorada y divertida.
-¿Qué te contó ese? No le creas nada. Miente todo el tiempo.
Sin saber por qué, él sintió alivio y hasta se entusiasmó.
-Es que él me había dicho...
-Ya sé lo que te dijo -interrumpió ella-, le dice lo mismo a todo el mundo. Ángel es mitómano, qué va a ser.
Esa palabra le sorprendió. No la oía con frecuencia y, dicha por ella, en ese lugar, en ese momento de encuentro casual con alguien que apenas conocía y de quien no sabía más que el nombre y dónde trabajaba, le sonó extraña.
-Qué palabra, mitómano.
-Bueno -dijo ella, bostezando-, me gustan las palabras.
-A mí también. He escrito algo...y una mujer me lo robó.
Se calló repentinamente. ¿Qué lo había movido a decir aquello?¿Por qué contaba a esta mujer extraña lo que no había contado a Angelito; ni a Vera, a decir verdad, con la cual había tenido, si no una historia, al menos sí un encuentro lo suficientemente íntimo como para alentar alguna confesión? ¿Consideraba que Vanesa, una mujer sin historia, era capaz de establecer con él una vía de comunicación diferente de las banalidades de Ángel y de los jadeos de Vera?
Qué solo estaba. Qué desamparado y ridículo, confesando lo que había querido guardarse sólo para él, por miedo a que lo vieran desamparado y ridículo. No era Vanesa, ciertamente; no era esa chica con cara de nena y cuerpo voluptuoso, a la que había mirado con algún deseo la noche anterior, la que le hacía decir eso. Acaso ella sólo le pareció simpática, seductora, agradable. Era la marea de su deseo la que había llegado a un punto en que tenía que rebalsar, salírsele por la boca y por los ojos y los oídos. Sí, había escrito algo y se lo habían robado y, recién se daba cuenta, quería seguir escribiendo. Por eso la confesión lo conmovió y los ojos se le humedecieron. Qué desamparado y ridículo se sentía ahora, y todo por no haberse querido mostrar, como queda dicho, desamparado y ridículo.
Pero estaba bien. Vanesa estaba bien. Y la plaza y las palomas, y la mañana y el sol. La gente que iba y venía, también.
Vanesa lo miraba, siempre divertida, y él esperaba que le preguntaría ¿qué cosa era esa que había escrito?
Pero en cambio, la confesión que le hizo cuando él le contó, le confesó, dijimos, que había escrito y que le habían robado, fue otra.
-Sí, ya lo sé -dijo ella.
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