10 de julio de 2009

Los vasos comunicantes (décimo segunda entrega)






(SEIS)



Veía siempre, inevitablemente, el amanecer como una lenta materialización del mundo ideal, aquel que le estaba vedado habitar en forma completa, para el cual sólo podía reservar algunas horas, en ocasiones algunos días. La noche era la que le estaba siempre reservada y, al cabo de tantos años, desde que la había conocido, en los tiempos de Lisandro, se había vuelto el único espacio real. Por eso, escuchar que en la calle el tráfico aumentaba, progresivo, y que la gente se movía de un lado a otro en el viejo edificio, sin restricciones ni ocultamientos, le generaba una extraña sensación de nostalgia de aquello que había abandonado cuando aún era un niño. Porque se daba cuenta de que desde el momento en que tomó la decisión de emular a su mentor, había perdido la inocencia y había conocido el revés de lo cotidiano; había aprendido que tras cada acontecimiento de la más simple naturaleza, se ocultaba una estructura de espanto que era su sostén, una suerte de negativo de las cosas, más oscuro, difuso y caótico. Más real también, para los que sabían. De alguna manera él, y los que eran como él, contribuían a mantener erguido el simple mundo diario. Poco importaba que pudiera moverse por ese mundo ideal, que no le pertenecería -tenía que admitirlo- nunca. Se sentía en él como un pez que, apenas con un brinco decidido fuera del agua, gozaba brevemente de los rayos del sol, que hacían resplandecer ese otro océano, liviano, transparente y hostil.
Trató de pensar lo que había ocurrido esa noche. Inmediatamente se le presentó la escena de esas dos mujeres que habían exhibido su pasión -ahora no le quedaban dudas- tan sólo para que él las viera, para que recreara la mirada en esos cuerpos de movimientos felinos que, sin pudor, se comprimían uno a otro en la desesperación de las caricias.
Pero todavía le resultaba oscuro el hecho de que quisieran mostrársele a él. Quizá se debía a una meditada intención de Julia; de vengarse, a la manera de las mujeres, de su silencio de años. Porque era verdad que alguna vez ella había sido para él algo más que una puta joven e inexperta que había catado, como a los buenos vinos, lentamente, gustando todo imperceptible sabor, preciso y reminiscente. Aquellas noches tal vez había pronunciado irresponsables promesas, cuyo destino era no cumplirse; quizá ella había encontrado en él menos un maestro que un pilar. Y todo aquello se había perdido en el mero caos de los días. Ahora, Julia había encontrado a quién aferrarse, y le decía en esa pasión hacia la joven desconocida, que él había pasado, desde hacía tiempo, a mejor vida, dentro de su campo de posibilidades. Tenía que reconocer que la estrategia, aunque ingenua, no dejaba de tener eficacia, no tanto porque viniera a sentir celos de una mocosa de pretensiones demasiado grandes, cuya torpeza estaría a punto de revelar sus consecuencias, sino más bien porque aquello lo hacía sentirse viejo, terminado, lejos de un tiempo mejor en el que no sólo podía hacerle el amor a cualquier mujer que lo quisiera, sino sentirse conectado plenamente con el Artefacto al que pertenecía, vigoroso y creyente. Se dio cuenta de lo cansado que estaba. Tal vez no había sabido proteger su lugar en los mundos, quizá había dejado caer todo el peso en su único nombre, con el que se movía en un plano o en otro, un nombre al que no había querido renunciar cuando Lisandro se lo había sugerido, como si ese nombre, equívoco en ambas realidades -por lo que tiene una de incrédula y la otra de brutal-, fuera lo único que le había permitido no duplicarse y ser siempre el mismo. Santo. Seguramente podría decir que toda su vida había sido un truco lingüístico que había terminado por no dejarlo fijado en ninguna parte; una vida en la que su apelativo único, en lugar de darle unidad y certeza, lo dejaba al margen de todo, agarrado absurdamente a esos sonidos que se combinaban para hacerlo existir.
No tenía más que ese nombre, y su nombre era lo único que tenía.
Sin duda todo esto era verdad, y los síntomas no eran recientes. No eran los últimos meses los que habían sido ocupados por pensamientos de hastío y por sensaciones de desamparo. Hacía algunos años había cometido torpezas también él; juegos que creyó inocentes y que seguramente no lo eran, como no lo es permitir que lo de aquí se cruce con lo de allá, en la suposición cándida de que, por virtud del lenguaje, las cosas de aquí, allá no serían legibles. Lucio mismo se lo había hecho ver una vez, a raíz de un desafortunado encuentro con un amigo del mundo que llamaba, por inaccesible, ideal. Pero él era Santo para todos, eso no lo podía cambiar; por eso se había permitido hablar a ese amigo de cosas que no debía; y aunque Lucio, que estaba allí -aunque no se llamaba de ese modo- nunca había comentado nada sobre el asunto, la mirada que en aquella ocasión le había clavado lo decía, creía Santo, todo.
Pero ahora Lucio se había metido en un problema, un problema cuya gravedad parece que había exagerado, habida cuenta de que muy pronto “todo estaba arreglado”. Él, sin embargo, se había ofrecido a ayudarlo y no podía echarse atrás. Lo había querido, pero la mirada entre sorprendida y resignada de Lucio, como si hubiera comprobado algo que le provocaba a la vez tristeza y desprecio, le hizo desistir de la idea de abandonarlo todo. “Pero es el último trabajo”, pensó.
Lo que aún no sabía era que unos pocos días después Julia había de llamarlo para decirle que la mujer que buscaba prefería renunciar al proyecto de la huida; que lo iba a esperar en su departamento, a él, que la perseguía, para devolverle todo lo que era de Lucio.

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