24 de julio de 2009

Los vasos comunicantes (décimo tercera entrega)






7




Bueno, Vanesa conseguiría que Vera le regresara su manuscrito. ¿Era una casualidad? Pensar que las causas siempre existen, aunque no las conozcamos, aunque nunca podamos conocerlas, es un absurdo. En fin, Vane-Vanesa-Dani-Daniela conocía a Vera desde hacía años y eran amigas ; no sólo eso, sino que además sabía de la existencia de esa novela inacabada que aquella se había llevado en un arrebato súbito, no mediado por pensamiento o idea alguna. Eso era lo que Vanesa le había ido contando en esa mañana de plaza, bajo el sol que subía, entre un bostezo y otro, maravillada, a su manera, de la co-incidencia que significaba el hecho de haberlo visto con Angelito en el bar en el que ella trabajaba, un día después de haberlo visto marcharse con Vera de bar al que había ido, con su amiga, a tomar algo y hablar de nimiedades.
-Pero ella, ¿no estaba sola?
-Estaba conmigo, pero al lado de Vera, es lógico que no te percataras de mí. Además, esa vez no atendía, era cliente, el lugar era otro: es lógico.
Trató de rememorar una escena que prácticamente se había evaporado de su memoria. Aunque, en verdad, el recuerdo que conservaba de esa noche en la que conoció a Vera era nítido, pero estaba construido con la serie inconexa de lo único que percibió. Por eso, por más que rebuscó, no encontró a Vanesa por ningún lado. Y también porque era cierto lo que ella había dicho: una camarera amable, simpática y diligente, era una cosa; una chica que salía con una amiga una noche cualquiera, otra. Imposible unirlas, máxime teniendo en cuenta que Vanesa, para ser exactos, no entró en los elementos que su percepción seleccionó.
Pero tuvo que dejar de pensar en esto, porque ella, a su lado, bostezando periódicamente porque había, como dijo, seguido de largo, continuaba contándole de Vera y del manuscrito.
-Así que es como te digo: lo vio, lo hojeó un poco, y no pudo resistirse a la tentación de llevárselo. No sé que habrá leído allí que la hizo desear esa lectura. Me dijo algo de un nombre. No sé. Pero te lo puedo devolver.
¿Y ese era el final de todo el asunto? Se sintió estúpido por haber creído que lo que le había pasado podía tener alguna significación mayor. Se sintió estúpido por haber imaginado inexplicables relaciones entre el robo que había tramado en el papel y el que le había acontecido. Ahora resultaba que podía recuperar el texto que, por ausencia, había alcanzado en su imaginación exaltada una dimensión que no condecía con la realidad, brutalmente vulgar.
Vanesa se despidió, dejándole su número y pidiéndole que la llamara para arreglar el día y la hora en que se encontrarían para que ella -o Vera- le devolviera sus papeles. Así lo dijo: papeles. Ahora él pensaba que sí, que la novela que había escrito y en la que creyó que alguien había encontrado algo, una clave de qué, y que había repetido en el mundo real lo que él había pergeñado en la imaginación, no era más que un insignificante manojo de papeles.
Era mediodía y tenía hambre. Entró en el primer lugar que encontró abierto. Quería estar solo. Lo que Vanesa le había contado lo desilusionaba más que alegrarlo. Pero estaba visto que el final del asunto tenía algo más para ofrecer. En el restaurante estaba Angelito, sentado y comiendo abundantemente.
-Parece que estamos destinados a recuperar tanto tiempo de no vernos- dijo apenas vio que él entraba y buscaba una mesa donde sentarse. Lo dijo con la boca llena, haciendo una pausa forzada en la masticación.
Pensó que algo no cerraba. Se le ocurrió que no podía haber, en esa sucesión de encuentros, una mera yuxtaposición inocente. Pero estaba visto que la realidad podía ser más desquiciada y absurda de lo que había conjeturado.
Un poco fastidiado, se acercó a la mesa de Angelito y procuró disimular cuanto pudo ese profundo sentimiento de hartazgo que lo había invadido, tan súbito como un comienzo, o como un punto final.
-Cómo estás, Ángel.
-Epa, che. Anoche era Angelito y ahora soy Ángel. No te alejes tan rápido. Sentate, sentate, ¿qué te pido?
Corrió la silla y se sentó, dejó caer su cuerpo, más bien. Había querido estar solo.
Ángel pidió otro plato de lo mismo. El mozo trajo tan pronto su porción que se dio cuenta de que era el plato del día.
-Esto está buenísimo- dijo Angelito, engullendo con visible placer.
-Sí, sí, muy rico -se esforzó por comentar.
-¿Sabés que me estaba acordando de vos? Linda noche pasamos, che. Hacía rato que no disfrutaba unos buenos vinos con un amigo. Además, no sabés. Después de que te dejé en tu casa, volví al bar. Volví porque Vanesa sale más o menos a esa hora. Así que me fui con ella. Qué perra, viejo. Vengo de su departamento. La verdad que lo necesitaba. Uno se cansa de las putas. Necesitaba un poco de carne fresca, y sincera ¿no te parece?
Él le respondió que sí le parecía, que casualmente a él le tocaba esa misma noche, que había llamado a una amiga que hacía tanto tiempo que no veía, que le había propuesto tal y tal cosa, y que ella le había respondido tal y tal otra.
Mentir flagrantemente no le produjo ninguna incomodidad. Si de intercambiar mentiras se trataba, él también podía hacerlo. Mentir libremente lo devolvía a las horas de la imaginación creadora, y eso aliviaba un poco su malestar.
-Ah, Tigre- dijo Angelito, exagerando, en un estirón, las vocales-. Hay que divertirse, eso es sano. Vanesa estuvo como loca. Desenfrenada. Dormí tan poco. Ahí la dejé, en bolas, en su cama. Tuve hambre y me rajé. Es lo que hay que hacer. Sacarse las ganas, y volar ¿no te parece?
Mitómano, había dicho Vanesa.
No era fácil deshacerse de Angelito, eso era claro, sobre todo porque tenía facilidad para la palabra, para el cuento, para hilar anécdotas que se esforzaban por establecer un pasado imaginariamente común. Y ese pasado estaba en el breve tiempo que habían compartido el trabajo en el taller de carpintería. Por eso fue que en pocos minutos -y él no habría sabido decir cómo- Angelito se dio a hablar otra vez de aquellos tiempos y muy pronto se encontró oyendo que
el viejo Garmendia había sido un tipo respetable. Así lo declaraban todos los que lo habían conocido. Alguien que se había hecho de abajo, como quien dice. Su mueblería, oasis vegetal entre la chatarra vieja de Warnes, era un descanso para la mirada. Y no sólo eso, sino que entre tanto fierro de dudoso origen, el trabajo del viejo tenía una sola cara, una que cualquiera comprobaba nomás entrar, porque el taller que estaba en el fondo del local podía, sin temor de nadie, ser visitado; sólo se hallarían allí trozos de madera cortada, con formas geométricas reconocibles, emanando un aroma que olía a verdad, a cosa real. Los muebles que fabricaba rara vez tenían otra materia prima que el pino Paraná, madera humilde, que ostentaba, sin embargo, trabajada por las manos de Garmendia, una solidez y armonía que las generaciones de clientes nunca desmintieron, antes bien, inflaron con anécdotas acerca de amigos que amueblaban sus hogares con apócrifos algarrobos que al primer marzo, se retorcían bajo los efectos siempre mortíferos de la humedad.
Muchos años trabajó Angelito en ese taller, como él recordaba; y muchos años hacía que él se había marchado a buscar otros rumbos, esos un poco sinuosos que lo llevaron a escribir y a dejar que le robaran en sus propias narices.
Recordaba, no sin esfuerzo, los años con Garmendia y Angelito, iluminando ese pasado cada vez que, como ahora, Ángel le hablaba de ello.
-Te digo que el viejo era un tipo de ley, no un santo, pero sí un tipo honrado- decía Angelito, entusiasmado por su propia memoria, agitado también, un poco, vaya a saberse por qué, como a la espera del momento justo para lanzar alguna cosa que él no se esperaba-. De ley. Te lo puede decir cualquiera. Vos fijate que una vez yo me había mandado una gruesa, esa no te la conté; una gruesa, me había mandado yo. Date cuenta de que era un purrete. Fue al principio, cuando empecé a trabajar con él, antes de que vos llegaras. Yo de hacer muebles no entendía ni jota. El viejo me confió que le hiciera una camita, chiquita, una cuna casi. Yo la hice como me salió, o sea como el culo; y había que entregarla al otro día. “Vea, joven”, me dijo, nunca me voy a olvidar, “Vea, joven, usted me mintió cuando me dijo que sabía trabajar la madera; me doy cuenta de que usted quisiera trabajar, pero debió decirme la verdad sin vueltas. Yo le voy a enseñar el oficio, pero a partir de mañana; ahora vaya y descanse. Lo espero temprano”. Y todo con la mayor amabilidad, te juro. Yo estaba con una vergüenza que ni te digo. Me fui. Al otro día, me acuerdo que llegué antes del amanecer. El viejo tenía una cara de tremendo cansancio. Me mandó a preparar el mate. Bien amargo, como le gustaba. Después me llevó al taller y me empezó a explicar cómo era la cosa. Yo veía que había algo raro ahí, entre las máquinas, algo que no se distinguía bien, por la oscuridad. Ya te imaginarás: había laburado toda la noche para terminar la camita y entregarla como había prometido. El tipo como si nada, me explicaba cómo cortar acá, cómo agujerear allá. Yo no me podía concentrar de la vergüenza que tenía. Así que lo miré y le dije, nunca me voy a olvidar, le dije: “Don Garmendia, soy un boludo, discúlpeme” ¿Vos te pensás que el viejo se puso sentencioso o algo así? Nada que ver, se empezó a reír con unas ganas que me quedé boquiabierto. “No”, me dijo, “sos un pibe, pero el trabajo había que entregarlo hoy, si no, ni vos ni yo vamos a laburar más; ahora fijate que te muestro cómo es el baile”. Un tipo de ley, no un santo, pero sí un viejo honrado.
Angelito volvía a decir esa palabra y a él le vino como de golpe a la memoria el hecho de que así mismo, Santo, se llamaba el protagonista de su novela.
-Hoy te juro -agregó Angelito- que si algo sé hacer, es una buena cama.
La frase quedó sonando en el aire a causa de un silencio repentino, de uno de esos pozos vacíos que se producen cuando todos, sin motivo aparente, callan. Dicen que en esos momentos pasa un ángel. Lo cierto es que esta vez Ángel enmudecía también, sin duda a causa de sus últimas palabras, que parecieron escapársele, como si el sentido de lo que había dicho pudiera ser equívoco, como si además de la obvia adecuación de la frase a las circunstancias, hubiera otra posibilidad de lectura, potenciada por una semántica diferente, que venía de otro lado y convergía en una mera cadena de sonidos formando un nudo molesto, un quiste.
Debió haber algo de esto, porque agregó enseguida:
-Hacer ese mueble ¿no?
El silencio que siguió fue de espera para él, porque parecía que Angelito, animado por el vino y lo que había contado, se internaría en un relato nuevo, signado por un punto de vista diferente, que a él le costaría entender. Y fue así nomás, por lo que, al internarse en esa nueva historia que tenía que ver y no con Garmendia, es claro que Ángel se lo llevó con él.
-Esto te lo voy a contar porque creo que puedo confiar en vos, porque siento que me vas a entender.
Mitómano, había dicho Vanesa.
-Vos viste -continuó- que cuando uno tiene un grupo de amigos muy cerrado, generalmente ve a esas personas en lugares exclusivos; quiero decir que es muy raro que uno ande ventilando las cosas de grupo por ahí; por más que pueda contárselas a gente que no tiene nada que ver. Quiero decir que uno tiene derecho a tener una vida privada, y punto, ¿me interpretás?. Uno a veces tiene amigos que no se mezclan nunca con la vida cotidiana, que se mueven sólo en el mundo de los amigos y que, por lo mismo, no tienen para uno otro tipo de existencia, ¿me interpretás? Quiero decir que si yo soy para ellos Angelito, soy Angelito y ya; no quieras venir a ver qué hago en mi vida de todos los días ¿no te parece? Esto igual no tiene que empañar la memoria de un tipo como Garmendia, que era derecho, de una sola cara y una sola palabra. Te lo digo para que no creas que yo ahora voy a ensuciar un nombre que no tenía pliegues, todo lo que se veía era todo lo que había para ver. Pero yo tenía un amigo -no viene al caso nombrarlo porque, esto sí, no te ofendas, a vos no te incumbe y al fin y al cabo se dice el pecado y no el pecador-, un amigo, dije, que aunque no lo creas, un buen día, no sé si porque estaba viejo y no se daba cuenta, o porque de repente pensó que no pasaría nada, un buen día, digo, este amigo empezó a hablar; a decir cosas que si te las contara me dirías que no tienen importancia, que son boludeces insignificantes; pero yo me pregunto qué carajo tenés que venir a contar, quién te dio permiso para ventilar las cosas del grupo; si algo no te gusta, vale; si algo te encanta, vale. Lo que no vale es abrir la bolsa para que cualquiera mire tu basura o tus compras, ¿es así o no?
-...es así...
-No importa que se las cuentes a un poste. Si alguien me dice no te hagás problema, los postes no hablan, yo siempre aclaro, por las dudas: “hasta nuevo aviso...”Lo que tenés que decir a tus amigos, bueno o malo se lo decís a ellos y a nadie más ¿me seguís?
-...
-Ése es mi concepto de la amistad, por lo menos. El mío y el de mis amigos, que son muchos, aunque no lo creas. No discuto la cuestión. Es un punto de partida. Bueno, este amigo mío me veía de tanto en tanto, generalmente en los lugares y en los momentos en los que uno se ve con esa otra gente que es parte, te diría, de otra vida. Es un decir, nomás. A fin de cuentas todos tenemos más de una vida y cuidamos cada una de ellas de manera que no se mezclen. Cada una por su lado, digo yo. Pero una vez que yo salía de la mueblería porque iba a hacer unas mediciones a la casa de un cliente, me encuentro con mi amigo que, me dijo entonces, venía a visitar a Garmendia. Está bien, yo entiendo que cada quién tiene los amigos que quiere o que puede, pero lo dijo con tanta naturalidad que, la verdad, me chocó. No le sorprendió encontrarme ahí, por ejemplo, ni le pareció casualidad que los dos conociéramos a la misma persona. Lógicamente yo me di cuenta en el momento, que si no había sorpresa era porque él ya sabía que yo trabajaba con el viejo. Pero ahí no termina la cosa, porque entonces veo que Germendia sale a la calle y lo llama con el brazo en alto. Hasta ahí lo único que me podía haber disgustado era que, sabiendo dónde trabajaba yo, mi amigo nunca me había dicho nada. Pero entonces el viejo Garmendia, viéndonos juntos , y sin saber, el pobre, lo que hacía, se puso locuaz y sacó a relucir, no sé por qué, porque estaba contento o porque había ido al baño temprano, sacó, te digo, a relucir anécdotas que eran de mi amigo y mías. Garmendia las conocía en versiones levemente distintas, con alteraciones sobre lo accidental pero no sobre lo decisivo. Está bien, con tantos detalles cambiados, la anécdota terminaba siendo totalmente pavota, apenas humorística; y mi amigo se reía con gusto y retrucaba refiriendo otras que Garmendia le había contado sobre la mueblería y sobre mí. Yo, imaginate. Estaba como loco; yo sabía lo que había debajo de esas historias aparentemente inocentes y me enojaba cada vez más con mi amigo, por haber tenido el atrevimiento de convertir cosas graves en un entretenimiento para picadas de domingo; pero sobre todo por creer que una historia, por más cambiada que se muestre, no mantiene su propia verdad; o sea que el viejo, que no era ningún boludo, podía, si quería, entender todo. Yo trataba de que no se me notara la bronca. Creo que igualmente no me salió, porque el viejo dijo “no te chivés...Angelito”. Y recalcó así mi nombre como si no me llamara así realmente o como si, más bien, ese nombre no me cupiera. Eso no estuvo bien. Otros amigos también están enojados. Mi amigo me va a oír.
Mitómano y rayado.




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