1 de agosto de 2010

Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño

Quizá una de las cosas que más impactan de una novela como Los detectives salvajes sea su afán desmesurado. Desde hace mucho tiempo la literatura latinoamericana no da un texto que se proponga como totalidad de algo, en este caso, el itinerario de un grupo de vanguardistas mexicanos, argentinos, chilenos, a través de veinte años de historia, sostenido en un enigma: la evanescente figura de la poeta Cesárea Tinajero. Y a través de esta/s historia/s dar cuenta de la deriva de la literatura latinoamericana una vez que terminaran de apagarse los ecos del boom, que abrió para los escritores que producían por estas latitudes un camino ilusorio de consagración universal y que, como sabemos, apenas quedó en la historia como un fenómeno aislado –no, por cierto, la calidad de las novelas producidas entonces, sino su resonancia internacional-, una suerte de primavera alentada por fenómenos más sociológicos que estrictamente artísticos. Pues bien, Roberto Bolaño echa mano en Los detectives salvajes a todo su potencial latinoamericano para construir una verdadera saga de poetas post-boom que no acaban de hallar su lugar en el mundo –ni en el de la literatura ni en ningún otro-, los poetas de la generación exiliada, perdidos no sólo en México (como se titula astutamente la primera parte de la novela) sino en un planeta traspasado por la violencia y la falta –o el exceso- de horizonte.

La novela está dividida en tres partes: “Mexicanos perdidos en México”, “Los detectives salvajes” y “Los desiertos de Sonora”. La primera y segunda partes adoptan el género del diario personal de Juan García Madero, para narrar las aventuras y desventuras de un grupo de poetas jóvenes deudores de un grupo de vanguardia de los años veinte llamado Realismo visceral. La segunda –y más extensa- es un complejo caleidoscopio de testimonios que van reconstruyendo a lo largo de veinte años y una geografía que incluye, entre otros lugares, México, España, Israel y África, de manera fragmentaria e incierta, el recorrido de los poetas Ulises Lima y Arturo Belano, los detectives salvajes, un viaje que nunca tiene objetivos claros, aunque podemos intuir, por el testimonio de Amadeo Salvatierra, anclado en una noche de 1976, que toda la travesía está vinculada de una manera u otra con los avatares de la búsqueda de la poeta real visceralista Cesárea Tinajero. No dejamos de preguntarnos de todas maneras qué fue lo que ocurrió aquel verano de 1976, cuando Ulises Lima, Arturo Belano, Juan García Madero y Lupe –una prostituta adolescente que huye de su proxeneta- se fugan, literalmente, en un Impala blanco, del D.F. hacia el norte. Ahí reside el mayor acierto y, quizá, el mayor problema de la novela, porque el hiato que se abre a continuación es tan extenso que no son infrecuentes las oportunidades en que uno, como lector, quiere espiar el final, saber qué fue finalmente de esos cuatro viajeros en los candentes primeros días de 1976, porque luego, hasta la última parte, no volveremos a tener noticias ni de Lupe ni de García Madero; la intriga que gana al lector, a medida que avanza por la extensísima segunda parte, no siempre se contenta con saber que ya llegará el momento de saber. Esta es una mera impresión de lectura, pero valga como señalamiento de la maestría con la que Bolaño construye en las primeras páginas los avatares de esos jóvenes poetas, siempre subyugados por las figuras de Lima y Belano, a quienes no sólo se admira sino que también, de un modo en ocasiones bien definido, se teme.

De todos los testimonios de la segunda parte, entre los que cabe destacar algunos por su enorme capacidad productiva (me refiero sobre todo a los de Auxilio Lacouture, Amadeo Salvatierra, Joaquín Font, Andrés Ramírez o Xosé Lendoiro), verdaderos universos narrativos casi autónomos, alucinantes y alucinados, quizá el que con mayor acierto consigue capturar nuestra atención es el de Amadeo Salvatierra. Una sola noche transcurre en ese relato, cuyas parcialidades vamos conociendo en sucesivas “entregas”, una noche en la que averiguamos quién es Cesárea Tinajero y qué relación tiene no sólo con Amadeo sino también con las vanguardias poéticas de los años veinte. Es curioso comprobar cuánto se parece esta relación a la que mantienen con la poesía de su tiempo los mismo Ulises Lima y Arturo Belano, como si de alguna manera no hubiese otro modo de ser joven y poeta.

Es evidente que pueden establecerse relaciones bastante claras entre los personajes principales y los héroes míticos (Ulises, Arturo). Sin embargo toda crítica que encuentra en ese trabajo interpretativo la médula de los textos literarios no suele pasar de una mera enumeración de correspondencias. Más interesante es pensar qué se pregunta Los detectives salvajes sobre el itinerario de la poesía y, sobre todo, de los poetas latinoamericanos. Se trata de una novela sobre los escritores, mucho más que sobre la poesía, de la que se habla permanentemente pero sobre la que en verdad se dice poco. Los interrogantes que abre tienen mucho más que ver con el destino de un grupo de jóvenes que ven paulatinamente cómo sus anhelos se convierten en polvo que con la deriva de la palabra. De hecho el final de la novela no se aleja del comienzo, en el sentido de que es allí, en el origen mítico de la búsqueda, donde puede haber algo de verdad, un relato de mediación mínima porque uno de los protagonistas es el mismo narrador, García Madero, que narra con la inmediatez del diario personal.

Este es otro aspecto que conviene subrayar con relación a Los detectives salvajes y el mito: el tiempo mítico en el que Ulises Lima y Arturo Belano tienen ese encuentro con Amadeo Salvatierra, una noche que transcurre en enero de 1976 y que sin embargo, si hemos de seguir la trama de manera cronológica, no pudo haber tenido lugar nunca, puesto que entre la noche del 31 de diciembre del 75 y la mañana del 1 de enero sabemos que Lima y Belano inician su viaje junto al enigmático Juan García Madero y la no menos enigmática Lupe. De ahí en adelante, según se retoma en la tercera parte, tenemos día a día el itinerario narrado por el diario de Madero, de manera que sabemos que el viaje hacia Sonora comienza esa misma mañana del 1 de enero. Sin embargo, y quizá para no dejar al lector en el más completo desconcierto, el 1 de enero de 1976 Madero escribe: “Hoy me di cuenta de que lo que escribí ayer en realidad lo escribí hoy: todo lo del treintaiuno de diciembre lo escribí el uno de enero, es decir hoy, y lo que escribí el treinta de diciembre lo escribí el treintaiuno, es decir ayer. Lo que escribo hoy en realidad lo escribo mañana, que para mí será hoy y ayer, y también, y también de alguna manera mañana: un día invisible. Pero sin exagerar”.

Los detectives salvajes es una novela sobre la que se hablará durante mucho tiempo, la fuerza de su universo narrativo y su capacidad de producir nuevos mitos o de resignficar otros ya establecidos la convierten en una novela más que apta para el trabajo crítico. Pero los lectores menos obsesivos –o, conviene decir, con obsesiones menos académicas- encontrarán en esta novela de Bolaño un usina de enigmas que los provocará a asumir el lugar crítico del rastreador, del buscador de tesoros, siempre tentado a saltearse los caminos intermedios y siempre atrapado por la lógica de su propia búsqueda.

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