6 de octubre de 2010

Los anticuarios,

Enfrentarse con una nueva novela de Pablo De Santis significa reencontrarse con el placer más elemental de la lectura, con una experiencia que nos devuelve a aquellos libros que nos perdían entre las peripecias de sus aventuras. De Santis es un escritor de los que un lector espera lo que generalmente encuentra. Así ocurre con su nueva novela Los anticuarios.

Santiago Lebrón, joven empleado de un diario, que se gana la vida elaborando palabras cruzadas y alterna esa actividad con la redacción de una extraña columna sobre ocultismo –ambos oficios que hereda de un enigmático anciano- se ve de pronto requerido por el Ministerio de lo Oculto, cuya oficina intenta pasar inadvertida en el edificio del Correo Central: lo buscan para que investigue a quienes ejercen el oficio de estafadores profesionales apelando a la credulidad y al temor popular por lo esotérico. Pero debe hallar a quienes verdaderamente puedan tener poderes sobrenaturales. La búsqueda lo lleva a enredarse en una sociedad secreta que anda tras las huellas de los Anticuarios, vampiros que se ocultan en librerías de viejo, negocios de antigüedades, subastas: en los reductos de lo vetusto; y que han aprendido a saciar la tentación de beber sangre mediante un elixir que sólo algunos saben preparar. Los Anticuarios forman una comunidad que castiga duramente a los díscolos que no pueden resistirse a esa “sed primordial”. Infectado en circunstancias inesperadas, Santiago Lebrón deberá no sólo resolver los problemas que le plantea su nueva vida, sino sobre todo su relación con Luisa, una mujer por la que se expondrá poniendo en riesgo a la misma comunidad de Anticuarios a la que ahora pertenece.

Podría parecer que esta novela es oportunista y que se sube a la ola de éxito que viene teniendo, desde hace algún tiempo, cuanto producto cultural (serie, película, novela) se vincule con los descendientes del Conde Transilvano. Sin embargo esta presunción, para cualquier lector de De Santis, por lo inconfundible de su estilo, se desmorona en las tres primeras páginas.

El protagonista –y narrador- de la novela se mueve por una Buenos Aires de los años ’50 donde el peronismo es apenas un telón de fondo, y donde en cambio ganan densidad las redacciones de los diarios, el papel, las máquinas de escribir, el olor a tinta y aceite. Toda la primera parte es una brillante reconstrucción de ese mundo. Pero hacia la mitad la novela se vuelve más oscura, y su protagonista un personaje atrapado y peligroso para sí mismo y para los suyos –para los que ahora son los suyos- hasta el punto de caer repetidas veces en la tentación de la sangre. A partir de la infección de Santiago, todos los personajes que conocimos en la primera parte se vuelven borrosos y cambian de signo: se vuelven temibles enemigos de quienes hay que ocultarse. La historia de amor entre Santiago Lebrón y Luisa, la hija del profesor que lo introduce en los misterios de los Anticuarios y que sólo busca su exterminio bajo la apariencia de la curiosidad científica, recorre toda la novela. Pero nada tiene de ese sentimentalismo propio de las sagas al estilo de Crepúsculo donde, bajo la apariencia de las relaciones tortuosas entre un vampiro y una humana se esconden las más burdas convenciones de la novela rosa. La historia de Santiago y Luisa recuerda más bien los amores juveniles que De Santis ha narrado en novelas como La traducción y El teatro de la memoria, con inseguridades casi adolescentes, con un rival siempre lleno de aptitudes, y con una pasión modesta. Sin embargo las historias de vampiros exigen una cuota de oscuro erotismo y Los anticuarios no rehuye el desafío: pulcramente, como una suerte de reverso siniestro de la historia con Luisa, Santiago narra un episodio en el que una mujer, que ha decidido alimentarlo con su propia sangre, se somete obsesivamente a la repetición de un ritual cuyas consecuencias son como un final anunciado.

Pablo De Santis es de esos escritores de los que se puede decir que son “fieles a su estilo”; un estilo que desarrolla desde sus primeros libros juveniles e incluso sus guiones de historieta. Se trata de una lengua que no ha buscado la estridencia de las grandes novedades formales, sino la delicadeza de una prosa ágil y cuidada, leve, clásica en cierto sentido, que no se singulariza esquivando las exigencias –a veces tiránicas- de los géneros sino que, por el contrario, elige la aventura, lo fantástico, lo policial, para reinventarlos en una fórmula absolutamente personal.. Es precisamente allí donde radica el mayor mérito de Los anticuarios, en esa fidelidad a un modo de narrar que ya parece ser marca registrada del autor, con esos narradores eternamente jóvenes (o que hablan como si siempre lo fueran) enredados en historias que se balancean entre lo policial y lo fantástico: ése es el mayor aporte de De Santis a la literatura argentina “de género”, el hecho de que sus novelas, que adoptan con espontaneidad la aventura detectivesca, tengan siempre vínculos inquietantes con lo sobrenatural; justamente en Los anticuarios podemos leer una verdadera declaración de esta poética: “En las novelas policiales todo es conspiración, conjura, secreto. Todas las cosas terminan por encajar, por tener un sentido. ¿No ha visto cómo, dispersos por ahí, hay objetos perdidos, un paraguas roto, un zapato sin cordones, la carta de una mujer, una cajita de fósforos? Pero al final esos objetos que parecían ser parte del azar se convierten en señales del destino. Así, siempre que leemos, vemos cómo todo se completa, nos permitimos soñar con la unidad perdida y reencontrada. Las novelas policiales simulan ser racionalistas, pero son lo único que nos queda de la mística”.

La escritura de De Santis es siempre directa, sin adornos literarios. Sin embargo nunca abandona cierto gusto por la sentencia breve y brillante, que hace de su prosa una verdadera colección de aforismos, a veces antojadizos, a veces oportunos, a veces geniales (“Los libros de los académicos son como los parques a la noche: fuentes, citas y oscuridad”).

Los anticuarios es una novela que entusiasma, que nos reencuentra con el tono amable de los libros fácilmente queribles. Y que, para los que ya han tenido la oportunidad de leer sus novelas anteriores, se oye como la primera vez; porque es una escritura que se mantiene, como los anticuarios, misteriosamente joven.

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