16 de noviembre de 2010

La Parroquia

El perímetro de la Parroquia se extiende durante unos cien kilómetros redondos. Un rectángulo, más bien, un trapezoide. Rutas nacionales y un río de aguas pútridas marcan sus límites presuntos. En ese vasto territorio los barrios proliferan. Son en su mayoría de casas de ladrillos y están sin terminar. Horizontales techos sostienen tanques de agua y albergan restos de recientes construcciones: fierros oxidados, latas de brea, chapas que reflejan la luz, lomas de piedra partida. Restos o promesa de obra: dos hileras de ladrillos ya anuncian el futuro cuarto. No hay terrazas sino techos que cobijan y sostienen la ilusión de la casa holgada. Atadas a los tanques, las antenas como inmensas libélulas vigilantes se agitan con las ráfagas.


Hoy es raro verlo, pero no hace tanto era común oír murmullo de albañiles, los fines de semana. En los barrios la albañilería es una actividad de domingos. No era extraño ver legiones pequeñas de hombres en prendas de trabajo y con sombreros de papel de diario, en alegre rumbo hacia una casa: se llena el techo de un cuarto nuevo; o hacia un terreno desmalezado y desparejo: se hacen los cimientos de un vecino inesperado. No faltaban niños al trote y en pleno juego entre sus padres. Erigir el barrio era tarea numerosa. Se cobraban los trabajos en favores y préstamos de herramientas.

Al mediodía ascendían las columnas de humo llevando al cielo el alimento de dioses particulares. Se enredaban, a veces, las columnas, su materia leve anudada por el viento. A carne asada olían las calles y los rincones ocultos y el aroma condimentaba los guisos de los más pobres. Se retomaba el trabajo tras la pausa del almuerzo y la sobremesa breve de cigarrillos y vino en damajuana, la modorra tensada con el peso de los baldes cargados de cemento. Alguno silbaba, tarareaba el otro un aire del litoral. Se volvía el movimiento danza.

La sombra de cualquier árbol cercano marcaba el comienzo del atardecer, cuando empezaba a andar el mate entre las manos y los niños limpiaban las sobras del trabajo.

Así fue haciéndose casa caserío y se fueron conectando por calles de tierra no siempre apisonada.

Desde el campanario del templo eran manchas grises entre la contundencia del verde. Al Padre Augusto, a veces, los ojos se le humedecían, hinchado de pronto de una fe absoluta, no tanto en Dios como en los obradores. Se le apartaba la vista de los cielos y trataba de inmiscuirse en los círculos de hombres. Sentía nostalgia, el Padre Augusto, a veces; nostalgia de una vida no vivida, simple como la carne crepitando en las parrillas; una vida hecha de sudor y pan ganado; de transitoria pobreza que amasaba en los hijos la esperanza de lo por venir; de cama caliente y mujer y abrazo. Pero Dios lo había elegido para otros menesteres –se convencía el cura para apartar las dudas-, y era deber ocuparse y futura recompensa. Desde lo alto del templo el Padre Augusto se hinchaba de absoluta fe en los hombres de esa tierra casi virgen; eran grandes, no había duda, pero estaban aún dispersos. Como las tribus de Israel, un Salomón buscaban que los agrupara; un Mahoma capaz de tejer una red en el desierto, para atrapar la realidad, para atrapar el mundo. A Dios, para atrapar, si era preciso.

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