22 de noviembre de 2010

La Parroquia

Se sabe poco sobre la educación del Padre Augusto, pero hay datos que lo explican o que lo justifican, casi. Es seguro que había larga prosapia en su familia, y que su padre, si no era militar, así entendía el mundo. De modo que el pequeño Augusto tenía ya su puesto reservado en alguna de las Armas, por herencia paterna o por la línea más oblicua de amistades o parientes.


Los años del Liceo transcurrieron casi todos en un clima de masculina camaradería. Poco contacto tuvo con la iglesia más allá de los preceptos que como bautizado cumplía por costumbre. Tenía una fe fluctuante, omnipresente a veces, a veces olvidable. Pero había de llegarle la hora de la luz que a tantos jóvenes les llega; es decir el momento en que todo se acomoda y se tiene, como un golpe, un cachetazo, la certeza de que hay una vida escrita y que basta con leerla; la convicción íntima de que, no importa de qué modo, se seguirá ese camino o ningún otro.

Augusto vio esa luz una mañana, mientras hacía sobre su escritorio una tarea para Religión. Por algún motivo valedero no había asistido a clases y se aplicaba con esmero a los trabajos pendientes. A la sazón leía una página del Evangelio; la que cuenta cómo Cristo desde sobre una colina (le dicen monte, por costumbre, pero tan alto no era) hablaba a las gentes que se habían congregado y les decía cosas tan extrañas como que los pobres eran naturales herederos del Reino de los Cielos. Augusto meditaba: qué cosa puede un pobre recibir como herencia sino más sometimiento y pobreza. La santa locura de Cristo invertía esas verdades y las tornaba verdad nueva. Pero no debía perderse en abstracciones, se lo habían advertido. Un futuro militar lleva el pensamiento a las manos y las ideas las tiene de mármol y de bronce. Así que Augusto cambió palabras rebuscadas por estampas visuales. Ahí estaba Jesús, de pie en la altura modesta, descalzo sobre el pasto ralo y bajo el sol la cabeza, rodeado de seguidores –en círculos inmediatos- y de desesperados curiosos –en círculos más grandes, ecos de los primeros-. Augusto lo vio mirar esa gente a la deriva; lo vio girar la cabeza y abarcar con la mirada el sembradío de cuerpos, el rebaño, la manada (no lograba dar con la metáfora precisa). La multitud era un murmullo enmarañado. Se detuvo a oírlo Augusto, era el método favorito de su profesor jesuita. De manera que escuchó el atenuado vocerío, incomprensible por lo numeroso y por el idioma que desconocía (el realismo era virtud principal en la contemplación). Pero unos minutos después –Augusto con los ojos cerrados- el murmullo se transformó en gritería y el realismo desbordó de la imagen. Augusto abrió los ojos y supo que el tumulto venía de la calle. Corrió al living para asomarse al ventanal. Vivía en un piso del centro, cercano a la Plaza de mayo. No entendió de inmediato lo que sus ojos le mostraban. En el calor de Octubre una turba avanzaba por la calle. Algunos llevaban banderas, otros ni siquiera camisas. La curiosidad lo hizo bajar y salir. La calle era un desorden espantoso o una fiesta de carácter nunca visto, difícil precisarlo con las ideas algo rígidas que le habían injertado. Se metió en la corriente y se dejó llevar, sumiso, hasta la plaza. Caminó o corrió entre desconocidos. Hombres, pero también mujeres, rostros color de barro, atuendos vulgares y cuerpos transpirados que dejaban traslucir una curiosa euforia. “Van al monte” se explicó de pronto Augusto, “van al monte a oír la frase”. Fue la plaza, para él, el monte, y oyó a la multitud corear un nombre amado, posiblemente el de quien vendría a hacerlos herederos. Augusto no cabía en sí de la alegría y se perdió en la masa. Una inquietud tenía y era la de saberse no del todo parte de esto, pero la conjuró con la espera del mesías, que salió al cabo de muchas horas a un balcón que no era un púlpito pero que a Augusto se le antojó semejante. Nada entendía de los hechos, nada de lo que lo rodeaba. Pero cerró los ojos y se sintió completo.

Ocurrió entonces: la pasión –que él reservaba a los héroes que estudiaba- se le despertó en lo hondo y devoró todo deseo, se alimentó de cada anhelo y se volvió perfecta. Hay quienes dicen que en momentos como este cualquiera podría volverse un santo, un asesino, un déspota de magnánimas virtudes o un tirano desalmado y oprobioso. En suma, una especie de dios sobre la tierra. Pero lo cierto es que la convivencia entre los hombres exige menos fuego, y a la mayoría le ocurre lo que Augusto: que ese instante de comunión perfecta se desgarre y el Todo se decida por el casi y el no siempre. Pero eso vendría más tarde, con los años y la vida. En ese momento supo atado su destino a ese gentío vulgar, a la pobreza populosa que había llenado la plaza; y mucho más a ese mesías de brazos abiertos, que tan bien había leído en los anónimos rostros que lo coreaban.

Volvió muy tarde, ya de noche, anunciándose el castigo que le esperaría por la desaparición inexplicable. Pero a su modo, también, volvía del camino de Damasco, como un San Pablo adolescente, cuyos pasos pisaban ya el suelo del un mundo que era nuevo.

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