8 de noviembre de 2010

Para un libro futuro

La Parroquia

Es estrecho el espacio por el que los escalones de madera oscura caracolean hacia arriba. Pero no lo suficiente como para impedir que el cuerpo grande del Padre Augusto se aventure tarde a tarde hacia lo alto. El olor de la madera se desprende como polvo con cada paso y las paredes rugosas se sienten recorridas, como en una caricia, por los dedos gruesos y algo toscos que no son del todo ajenos a las cuerdas sutiles de la guitarra o al preciso movimiento de la pluma. Paso a paso, hacia arriba, mientras crujen suavemente como bufando los escalones con cada paso, el aire cambia y la brisa que baja trae los olores entrañables de la tierra y de los árboles.

Cuando sale al campanario, el Padre Augusto entrecierra los ojos. Es la hora del atardecer pero el sol aún no se ha puesto y brilla intenso suspendido como una luminaria sobre la vasta superficie de la Parroquia. Desde el oeste irradia los rayos amarillos y cálidos que hieren por unos momentos los ojos del sacerdote, habituados a las largas horas de penumbra en la casa parroquial. Pero pronto se acostumbran a la luz y se abren ansiosos para abarcar la fronda interminable que prácticamente cubre el extenso territorio, tan apretada y verde que no parece sino un bosque manchado aquí y allá por caseríos. Los barrios.

Hay un momento en que el Padre Augusto ya no está seguro de ver realmente toda aquella inmensidad. La imaginación compensa las deficiencias de los sentidos. Lo cierto es que, hasta donde se extienden el ensueño y la visión, hasta el horizonte circular detrás del cual el sol irá a asilarse, hasta la usina misteriosa que surte de brisa a la tarde, la Parroquia se derrama sobre el mundo. Y es el mundo la Parroquia. Es un pequeño planeta que la mirada del Padre Augusto, tarde a tarde, cuando sabe que nadie lo requiere, actualiza desde su puesto invisible en las alturas del campanario. Es una tierra que de algún modo le pertenece; y aunque nunca, por pudor, se arrogaría la propiedad de ese país pequeño, sabe que estaban esas regiones a la deriva, sin norte claro, en un caos primigenio, como islas flotantes en el infinito espacio, móviles a merced de las copas agitadas de los árboles. Él, el Padre Augusto, fundó la parroquia y fue como hacer nacer un sol en torno al cual los mundos errantes hallaron su destino orbital. Tierras incultas que ahora giraban en escolástica armonía alrededor del alto campanario del templo, desde el cual el Padre Augusto, girando como un faro la vuelta completa sobre su propio eje, oteaba sus dominios. Menos como espiritual pastor de un pueblo que como padrillo en la llanura.

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