Nadie sabe quién plantó los árboles de la Parroquia. En toda su extensión pueden contarse –no tengo noticias de que alguien lo haya hecho- varios cientos de miles. La variedad y el exotismo de sus especies en danza permiten suponer que pocos son nativos. Tal vez –seguramente- los sembradores ignotos los dispusieron de un modo que propició su natural reproducción. Es difícil creer que semejante colonización verde, ejemplo de democrática aceptación, haya sido emprendida por una misteriosa cofradía de lo arbóreo: pinos cipreses y abetos; fresnos modestos y sauces; ceibos de lágrimas rojas y gigantes eucaliptos medicinales; robles de madera noble, modestos sicomoros de verde brillante, sauces de cansancio eterno; y plátanos, acacias, álamos, paraísos.
Cuentan los mayores que hubo una costumbre, en el principio. Un árbol se plantaba con cada nuevo nacimiento, tal vez para matar dos pájaros de un tiro y reservar apenas el mandato del libro para un tiempo futuro de vida retirada. La mayoría jamás lo escribió. Hay pocos libros en toda la Parroquia y los que hay se esconden de la gente en algunas bibliotecas personales. La del Padre Augusto es de las más famosas. Ama los libros y también los árboles. Jamás pensaría –no son cosas que se piensen por ahora- que se precisan árboles para el papel. Tal vez vive el Padre Augusto en un mundo en equilibrio.
De más joven, cuando caminaba por las calles de tierra de los barrios aspiraba el perfume de los troncos y las hojas. Con los ojos cerrados distinguía por el olor las arboledas. A veces sorprendía algunas bandas de niños que jugaban en las copas, en un bullicio sosegado, de siesta. A veces confundía las bandas con bandadas de gorriones. Su olfato era muy bueno pero no tanto su oído.
Una tarde, en el sopor de enero, andando a pasos cortos y meditando en silencio, los ojos hacia el suelo y las grietas de la tierra, oyó un extraño ruido proveniente de un castaño. Como el rechinar de goznes viejos oyó el Padre Augusto, como si una puerta misteriosa se abriera y se entornara mecida por la brisa entre las ramas altas. Los que lo conocen bien dicen que tuvo miedo antes de alzar la vista. Todo lo entendió un segundo antes de levantar los ojos en la dirección de chirrido pendular.
Después de esa tarde no volvió a caminar solo por las calles en mucho tiempo. Prefirió la seguridad del campanario para contemplar la Parroquia. Desde arriba, la mirada abarcadora aleja del peligro; por ejemplo del peligro de toparse con lo mismo que se topó esa tarde.
Era el cadáver de Antonio que colgaba del castaño. Manso, por fin, se balanceaba Antonio. Nada quedaba de su ímpetu juvenil, sólo el cansino movimiento circular que describía su cuerpo colgando de la soga; y de su voz tonante, que solía quebrársele con los cambios de la edad, apenas el quejido de la rama del que pendía su peso. Dicen que el Padre Augusto volvió tropezando a la casa parroquial y se hundió en la penitencia y no salió por tres semanas. El Padre Armando se hizo cargo de las misas y las confesiones.
Los parroquianos entendieron lo que quisieron. Algunos esbozaron teorías ominosas. Otros sabían mejor qué había pasado. Nadie supo nunca, a juzgar por los relatos, el íntimo dolor del Padre Augusto. Pero todos comprendieron que había cruzado una puerta y cerrado con candado.
Enterraron al muchacho al pie del castaño, sin señales. Brotaron hongos tristes.
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