Al principio, muchos de los que vivían en la Parroquia no sabían dónde estaban. Por eso hasta ellos llegaban las misiones. En días de semana por las tardes, o los sábados a mitad de la mañana, cuadrillas de mujeres recorrían los barrios. Devotamente llevaban capillitas de madera, dentro de las cuales una virgen de yeso desplegaba su dorado abanico de rayos pintados. Podía haber menos recursos, podía ser María apenas una estampa, pero infaltable era la casa que la guarecía, réplica simbólica de aquella adonde habría de quedarse algunos días, para bendecir el techo y la familia.
Era cosa de mujeres, lo sabía el Padre Augusto. Pero sabía también que esas mujeres de los barrios torcían la voluntad de los esposos a fuerza de sumisiones y silencios.
Entre los corrillos de devotas, cuyos labios murmuraban rezos y maledicencias, el territorio se hacía Parroquia y el Templo se volvía el centro de una carpeta tejida con la gracia y la paciencia del crochet.
Las mujeres de la parroquia. Jóvenes aún pero manchadas de vejeces. Envueltas en vestidos sin colores ni atractivos. De risa fácil y estruendosa, y rápida mudez de velatorio. Expertas en sacar de casi nada heroicos guisos y de pisar los patios de sus casas como quien pisa plantaciones propias. Amantes reservadas de las flores, que obtenían como premio de los dioses, como pago a las porfiadas privaciones. Misionaban con alegría circunspecta y en nombre de la Virgen salían de sus casas a cumplir otra tarea que no fuera hacer las compras. Varios hijos tenían casi todas. Un marido a quien esperar de noche. Un chisme que contar por la mañana. Las mujeres de la Parroquia. Nombres rústicos tenían: Tomasa, Ramona, Adolfina.
Por eso a Marisa su nombre le daba –y además porque era joven y bonita- la frescura de unos brillos cristalinos.
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