En el principio no había nada. Estaba la tierra desierta y lo más era llanura. Cruzaría, cada tanto, esa planicie, algún caballo, algún potro; una yegua con sus crías; una tropa con sus gauchos; o alguna caravana de bueyes lentos y familias apampadas. Mundo había, pero en otra parte.
Y lo más era llanura. Y más cielo todavía: campana de limpio azul donde el viento empujaba a veces nada más los astros.
En la crin de un azulejo, la semilla llegó del primer árbol. Las circunstancias casuales que se combinaron la hicieron romperse y brotar y dar a aquella tierra plana un vínculo vertical con el cielo. Subió recto el árbol nuevo y, una primavera, dijo su nombre en el color de sus flores.
El árbol solitario y su copa que albergaba algunos pájaros.
Y lo más era llanura.
Un día aparecieron, a la sombra del follaje y también un poco más allá, algunos brotes. Los de bajo cubierto se secaron pronto y los que andaban dispersos de golpe se vinieron hacia arriba.
Tiempo pasó y la tierra se hizo territorio. Y algunos árboles se volvieron límite de estancia. Ralearon los caballos. O pasaban con sus gauchos tironeando hacienda.
Otro tiempo y los caminos, como cicatrices, fueron marcando el vientre de la tierra, tendida siempre al sol. Las estancias fueron quintas, y las quintas, después, lotes.
Una sierpe larga de asfalto trajo sobre su lomo plano la estruendosa novedad de los primeros colectivos, que dónde cargaban gente, que dónde la descargaban. Pasaban y veían árboles sueltos sobre la planicie. Nadie podía saber cuál era el primero.
Y vinieron, entonces, los que después se quedaron. De los tres ángulos del norte llegaron los pobladores, haciendo muchos de ellos su escala en la gran ciudad, que estaba apenas lejos. Allá y aquí, desperdigadas, erigieron sus casitas. Más árboles plantaron y esos árboles se multiplicaron. Las calles parecían de mentira entre tantos lotes vacíos. Los follajes las ocultaron y también a las barriadas que fueron fecundando la tierra y la sometían a su orden monótono de cuadras.
Y vino la cruz, un día. Como un árbol de otra naturaleza se plantó en una loma casi imperceptible y alzó allí su campanario. Torre alta que daba un panorama del mundo blando sujeto todavía a la fricción de los días.
El templo trajo un cura; un maduro sacerdote de historia un poco turbia y entusiasmo enmohecido.
Pasaron otros sin dejar mayores huellas.
Cuando llegó el padre Augusto, siguiendo el senderos de los avatares, y con la determinación que le conoceríamos, convirtió en Parroquia el templo.
Y el mito despeñó hacia la epopeya.
1 comentario:
Sos un magister de la descripción. Nada que hacer. Un genio. Que siga esto y devenga en una novela única.
Pasá por mi blog que volví a escribir ficción entre tanta gramática!!! Me hace tan feliz, tan feliz. ¡Tan feliz!
Un abrazo, P.
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