13 de febrero de 2011

Arboleda

Esta arboleda era una entrada. Flanqueada por árboles en fila se adentraba, hacia un tambo pequeño, la calle polvorienta. Bajo la sombra, el camino luce arrugas centenarias. Esas huellas se colman, para octubre o noviembre, de agua, y demora en secarse, por el fresco del follaje de los plátanos. Era una entrada, esta arboleda, antaño. La conocí más tarde, sin embargo, cuando aquel tambo no existía y un montón de casitas ocupaban el lugar del campo; cuando se convirtió nomás en calle, la conocí. Los únicos carros que pasaban, entonces, eran los de los botelleros. Los árboles quedaron, sin embargo, casi intactos, salvo alguno que arrancaron los vecinos, furiosos por la plaga de gatas peludas de algún año. Atravesando esa arboleda no se ingresaba ya a parte alguna. Pero se había trasladado la entrada. Sobre las copas en fila, se había instalado. Se hizo vertical, para no perderse. No había un tambo al final de ese camino, pero había, quizá, algún tipo de leche sustanciosa. Si pasabas debajo del follaje en las tardes de verano, habrías visto a los nuevos visitantes, con las piernas sucias pendiendo como frutos, colgando de las ramas su bullicio de vacaciones. Me habrías visto, tal vez, lector, de haber pasado. La mayoría bajaba al llegar la noche. Parece que el camino era una entrada defectuosa, no se apreciaba claramente el destino, la puerta del final. Algunos con el tiempo, por pura tozudez, seguían el camino hacia lo alto, se llenaban de plumas y marchaban hacia arriba.