Es el cuerpo y su tono lo que se pone en marcha en cada movimiento saludable del grafito sobre el papel, sutil escama de maderos remotos. Es la respiración que adquiere un ritmo propio, ajeno a los requerimientos de la sangre, en cierta consonancia con los latidos de la sensibilidad, ese órgano olvidado que yace a los pies del pecho y provee sobresaltos y dolores perdurables. En la escritura, en el encadenamiento continuo de las volutas hipnóticas que abren vetas tenues en la hoja, vegas por las que corre el sentido que se evapora para que lo inhale un lector y lo respire, soy una planta mecida por una brisa de origen incierto. En la escritura, en la herida de mi estilo sobre la superficie, me reconozco abandonado al arbitrio de las formas que me empujan. La alegría gimnástica de un manuscrito en marcha.
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