Tres misas daba el padre Augusto los domingos, de mañana. la de las ocho para los viejos. Para los niños la de las nueve. La de las diez para los jóvenes. En los primeros años la única a templo lleno era la primera. Cuando en pleno invierno aún no acababa de amanecer, arrastrando a sus decrépitos esposos, algunas viejas llegaban sobre la hora del comienzo. Desde la hora del rosario, en cambio –con diferencia ostensible- las solitarias estaban de rodillas, y con la voz cascada enhebraban cantarinos rezos como letanías. Eran tristes esas misas, pensaba Augusto; Dios es grave, pero no fomenta el sufrimiento inútilmente. De otro tiempo eran esas mujeres, que de su dolor hacían las cicatrices orgullosas del guerrero. Aunque tal vez no tuviesen nada mejor que lucir. Peores eran los hombres resignados que las acompañaban; ni alegría ni tristeza: impaciencia acaso y solamente.
A las nueve, con los niños, el alboroto llegaba corriendo. La otra punta del ovillo. Cuando estaban lejos ya se los oía, arriados como cabritos por los catequistas, levantando polvo por las calles arboladas entre los primeros destellos del sol. La alegría de los niños era desordenada y poco entendía de la seriedad del asunto. Muchas veces tuvo Augusto que hacer llamadas al orden. Misas felices, pero sin Misterio, se decía cada vez; como si fuera Dios un malabarista sorprendente, un trapecista, un mago, y él un maestro de pista. De otro tiempo también eran los niños, se aseguraba Augusto: de un futuro que no dejaba satisfecha su impaciencia.
La misa de diez era la que más le gustaba. Eran pocos los jóvenes piadosos que venían, algunos con sus padres, algunos solos. Acompañaban circunspectos la liturgia. Hacia abismos profundos se les derramaba la mirada, como la leche se derrama cuando hierve. Bullía algo dentro de ellos y Augusto lo sabía y revivía sin querer el fuego de sus años no del todo abandonados. Esos jóvenes, muchachos y muchachas llevaban sin querer en el rostro una confusión de lázaros vueltos a la vida, de apóstoles contrariados frente a las frases del Maestro; un desarreglo de sentidos que no rimaban con el mundo, llevaban todos ellos. El miedo al poder del diluvio imparable. Pero a la vez estaba ahí la madera para hacer el arca salvadora, tan al alcance de la mano que había permanecido secreto.
Fue un domingo de pascua que Augusto se dio cuenta. Cuando lo vio con claridad lo celebró con canto. Nunca mejor tonificada su voz en día domingo. Perdía la concentración en la lectura del misal; la lengua articulaba lo que la boca dejaba escapar y su imaginación volaba en sueño de futuro: una Casa de los Jóvenes, emprendimientos altruistas, camaradería y amistad, líderes futuros, futuros conductores de ese pueblo grande que era la parroquia. Sus ideas, sus anhelos, sus proyectos, se decía, tendrían de aquí en más manos ejecutoras. Grandes cosas auguró para los tiempos venideros. Agradecía aquella revelación como un regalo divino.
Sin pensarlo demasiado, aquella vez, dejándose llevar por el espíritu, anunció su proyecto con expresiones sin forma. El tiempo modelaría las ideas. Su plan, que era el de Dios, echaría raíces profundas.
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