Extraños mecanismos de la memoria. Conocí a David Viñas cuando tenía doce años. Debo precisar, no exactamente a David Viñas, sino al que, desde el principio adquirió para mí no sólo su estampa sino puntualmente su rostro. Por aquel entonces yo estaba maravillado con El mundo perdido, la novela de Conan Doyle que salva su nombre de escritor, no porque sea un libro memorable (aunque para mí lo es) sino porque allí no aparece ningún Sherlock Holmes que acapare los objetivos de todas las cámaras.
Pues bien, en El mundo perdido conocí a David Viñas, que en la novela lleva el nombre de Profesor Challenger, y profesa las ciencias naturales con la misma pasión irreverente con que Viñas profesaba la literatura argentina.
La voz que muchos años después interpelaba a un vasto auditorio de alumnos –entre los que me contaba- mientras discurría aleatoriamente sobre Sarmiento y Mansilla; que conocía todos los secretos de la diatriba y la empleaba con gracia inigualable; que lanzaba apotegmas como rayos que anuncian la lluvia –ese Zeus amable y generoso-, no volverá a oírse.
Cuando calla una voz de escritor suele callar, para la mayoría, un sonido encriptado en escritura: de manera que se traduce la muerte de un autor como el fin del flujo de sus libros. Pero también, y en un sentido más concreto, más íntimo también, se silencia una voz verdadera, hecha de modulaciones particulares, de un timbre peculiar, de un modo propio de respirar y paladear las palabras. Con la muerte de Viñas se pierde un escritor extraordinario, siempre vigilante de sus propias contradicciones –como toda persona honesta-; pero también una voz efectiva que supo dotar de tensión un inmenso corpus de textos ya olvidados por la memoria colectiva, y que muchas veces, solos, no alcanzan la grandeza de otros textos más célebres; pero que interpelados, desmontados pieza a pieza y dispuestos entre sí –a veces misteriosamente- en un plano de inmanencia por la mirada de un crítico inspirado, pueden revelar una estatura que no les hubiésemos concedido. Con la pérdida de Viñas, eso que llamamos la literatura argentina pierde ante todo a una de sus voces más elocuentes.
El profesor Challenger, a mis doce años, no tenía ninguna entonación particular, quizá un torpe remedo de voces adultas y poderosas que yo podía haber oído o imaginado. Seguramente, desde ahora, cuando vuelva a transitar las páginas de El mundo perdido, Viñas me hable del jurásico y de los pterodáctilos; y yo me preguntaré, con velada sonrisa, de qué escritor argentino me está conversando.
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