25 de marzo de 2011

La parroquia

La Casa de los Jóvenes se abrió un domingo al mediodía. Había sido anunciada largamente en los avisos parroquiales. El padre Augusto no dejó de incentivar la participación. Domingo a domingo hablaba a los fieles de la necesidad de formar Jóvenes para el mañana, de compromiso social, hablaba el padre Augusto, de Cristo como un joven que a jóvenes buscó. En la Casa se reunirían, justamente, los Amigos de Cristo, aquellos que a nada temerían salvo al mal obrar. Y había construido, para ellos, un lugar que los aguardaba con sus puertas abiertas. “Dios ayuda a las grandes empresas que lo glorifican”, decía en su exhorto. Y la casa honraba a Dios y a la Parroquia y a los muchachos –así lo decía- que tuvieran el coraje de salirse del rebaño. “Hombres de esta comunidad levantaron la casa para futuros hombres de esta comunidad”. Incluso el ebanista habló también a todos un domingo, nervioso en el altar como una novia, sobre su trabajo en la casa: no sólo marcos primorosos de oscura madera; bancos además, como sillas romanas; dinteles con estudiados motivos vegetales; mesas arturianas que evocaban la igualdad y la nobleza; modulares extravagantes con decoración de alfarería. El padre Augusto había pensado la obra como una casa de retiros, de las que conocía muchas. Tan sólo no había cuartos dormitorio, porque aquel era sitio para vivir la contemplación en la acción; hogar de los espíritus inquietos y no de los meros cuerpos circunstanciales y aún peligrosos.

Un enorme patio central con una fuente, con diversos árboles en sus lindes, brindaba el propicio ambiente para el encuentro y la oración, y una biblioteca, a la que el mismo Augusto había donado todos sus libros de infancia y adolescencia, latía en el centro de la casa.

“De modo que el domingo”, decía Augusto sin cansancio, “No olviden, el domingo”, repetía, “El próximo no pero sí el otro”, precisaba. Y la fecha llegó con toda la paciencia que al cura le faltaba.

El primero en presentarse, ese mismo día y bajo una torrencial lluvia fue un muchacho que de joven no tenía más que el futuro. Un niño aún, harapiento y con los ojos demasiado grandes y profundos para no denunciar en ellos la pobreza escandalosa y la curiosidad aleteando.

Golpeó la puerta de la sacristía cuando Augusto, algo lavada su euforia por la lluvia repentina, ya imaginaba reiterada su oferta el próximo domingo. Abrió pensando encontrarse con alguna de las mujeres que buscaba los horarios más inconvenientes para contrariarlo con sus angustias menores. Pero al darse de bruces con el pequeño, bajo la lluvia empapado y con las manos detrás de la espalda en humildad solemne, no pudo menos que echarse a reír antes aún de sorprenderse.

Lo hizo pasar, le acercó una toalla y lo invitó a sentarse. “Muy bien, caballero”, le dijo, “¿Qué lo ha traído por aquí, con este tiempo tan bravo?” El niño contestó muy serio: “Vengo a anotarme al grupo de jóvenes”. “Ajá, muy bien, muy bien” le dijo Augusto conteniendo una sonrisa de pura ternura. “¿Y cuál es su nombre?”. “Miguel Antonio Luis Acosta”. Lo dijo de un tirón, como una sola palabra, teñida con la gravedad de las estirpes antiguas. “Pero me dicen Antonio, nomás”.

Augusto se maravillaba con el contraste entre el aspecto miserable de aquel niño y la convicción de sus acentos. Había allí madera resistente, lo supo enseguida, pasta de líder, corazón de mando. Y un centro de energía que había que encauzar hacia los fines importantes. Un miembro genuino de la comunidad de amigos que quería conformar. Más pequeño de lo que esperaba, quizá, pero de una personalidad que no podía caerle mejor.

Lo inscribió en un acta con la formalidad que ameritaba la ocasión y Antonio firmó con su nombre más usual y haciendo, tras vacilar mínimo, un rulo exagerado pero impetuoso en la colita de la “o”; después el cura lo mandó a casa, con un paraguas negro. Así, bajo una cortina de agua se marchó el primer Amigo de Cristo: un paraguas con piernitas flacas y paso decidido.

No hay comentarios: