27 de marzo de 2011

La parroquia



Marisa era la hija del ebanista del templo. Decían algunos –los que tenían alma de poeta- que no parecía sino que su padre la había tallado en ébano lustroso y la había dado al mundo en un acto de pura soberbia.
Por la mañana y por las tardes se la veía andar por las calles de los barrios, ataviada simplemente con soleros florecidos de estampados caprichosos. Los pasitos cortos y veloces de sus sandalias de cuero apenas agitaban el polvo. Su padre la mandaba a hacer cualquier mandado y allá iba Marisa, perfumando el aire con el vaivén de su renegrido largo pelo. Los muchachos la amaban en silencio, la reverenciaban con temor y con temblor. Los hombres apartaban la mirada cuando recordaban a sus hijas. Las mujeres se inventaban en ensueños un pasado de belleza semejante. Marisa iba y venía y delataban su presencia a cualquier hora los silencios de los pájaros. Los que andaban de paso la miraban con deseo y a veces intentaban un avance demasiado brusco, pero siempre algún muchacho o algún hombre aparecía, para inhibir con expresión absoluta la intención de los rapaces.
Era  doncella de todos, y tenían la ilusión de que no fuera de nadie. Bajo el sol de las navidades o sobre el colchón dorado del otoño, Marisa embellecía la tierra y daba crédito a las palabras del Padre Augusto cuando decía que Dios todo lo hace para bien.
Era  de pocas palabras y cantaba el idioma como su padre, al hablarlo. “Como de Santiago pero de acá”, se decía de su acento.
Al terminar el primario había florecido Marisa; había dejado de ser niña y en mujer se convertía. Los vestidos floreados vinieron a mostrar lo que el blanco delantal había escondido y, menos su padre, todos percibieron la amenaza. Es muy difícil guardar lo que codician otros.
Pero Marisa fue atraída por la mística de la Parroquia y entre las misioneras andaba como a resguardo. De casa en casa, ahora, cualquiera podía gozar de su presencia pura que a veces opacaba la alegría de María en la capilla de madera. Los hombres se escondían cuando la oían llegar, no fuera que la Virgen les conociera los deseos; y cuando se marchaban hacían penitencia y pedían a la Madre serenidad y buenos pensamientos. Las amas de casa pasaban por alto la turbación de sus esposos, tal vez ellas también se sintieran inquietas, pero era más sencillo justificar sus dudas diciéndose que hacía la Misión saltar sus corazones.
Marisa, la más joven, cargaba la capilla y la hacía reposar en los altares. Encendía las velas y guiaba la oración con devoción completa. Jamás se distraía o pensaba en otra cosa, y así se fue labrando –en los labios de la gente- un futuro de convento. Su padre, el ebanista, alcanzado tal vez por los rumores, le comenzó a tallar un cofre grande con relieves de bíblicos motivos: su baúl de viaje al seminario. No era hombre de angustiarse por adelantado.
Pero el Señor tal vez pensaba en otra cosa. Y  así ocurrió que un día conoció Marisa a Antonio. Y andando en la Misión pasó tres veces por su casa. La primera en el corro de mujeres, a dejar la Madre Misericordiosa para la oración de los tres días. La segunda con la misma compañía, para llevarse a la Virgen a otras casas, a otros altares y rezos. La tercera vez pasó de largo y sola para ver si Antonio la miraba. 

1 comentario:

XN dijo...

ImpreSCindibles