22 de abril de 2011

Tres fragmentos de Soltar amarras




(De El nudo)




Lidia vivía cerca de la plaza. Cerca del baldío al que llamábamos plaza o canchita. Era el borde del barrio: más allá había unos descampados hasta el horizonte, que nos separaban de otros barrios de nombres fantasmáticos que, de chicos, nunca visitamos. Sólo una calle mal asfaltada que cortaba esas extensiones vacías y que era recorrida por unos colectivos no menos fantasmagóricos indicaban que podía llegarse, si se tenía ganas, a un lugar diferente. Pero más bien la idea que teníamos era de que no había más mundo que éste, pequeño, conocido, vagamente entrañable, como todo lo que no se elige.
La casa que ocupaban Lidia y su familia no era de material, era una casilla prefabricada que, hasta el incendio, mostraba su piel negra de cartón embreado. Estaba sola en un terreno sin árboles, sin una alambrada que marcara sus límites, como si el campo pelado le disputara al barrio esa construcción precaria, que no se sabía si estaba yéndose de nosotros o si pugnaba por llegar.
Más de una vez, en la bruma dulzona de la mañana, sentado en un cantero cercano a la canchita, yo la veía aparecer, literalmente, de entre esa borradura húmeda, con sus cuadernos bajo el brazo, linda como la veía. Entonces me ponía, tímido, a hojear mis cosas hasta que ella estuviera cerca, para espiar de soslayo su figura delgada y endeble, que no revelaba la fuerza que después le conocí.
Yo quería acercarme pero no sabía cómo hacerlo. Podía haberle hablado seguramente más de una vez, pero sabía que mis palabras debían tener una precisión que no encontraba. No me daba igual decirle que me gustaba y que quería ser su amigo –a esa edad la palabra tenía un sentido más íntimo-, que explicarle lo que realmente sentía por ella. Y si no sabía cómo decirlo era en parte porque ni yo mismo entendía qué me pasaba con esa chica tan poco llamativa. Lo único que para mí estaba claro era que deseaba acercármele y, de ser posible, sin palabras, establecer en silencio una comunicación que me permitiera ver lo que había detrás de esa fragilidad que me conmovía con su belleza contenida. Lo raro era tal vez que no me importaba lo que ella pudiera ver en mí, porque de algún modo difícil de explicar, yo tenía la certeza de que la necesitaba para poder, también yo, verme.
Pero durante mucho tiempo apenas me conformé con contemplarla de lejos, como no queriendo; y llegué a percibir en su rutina un ritmo pausado como el de las ramas que la luz del atardecer traspasa, mientras se agitan mansas en la brisa aromosa; era una cadencia en la que participaban todos los sentidos como en una celebración.


(De Las manos)
 
Sin más comentarios Dana tomó un trapo seco, un repasador deshilachado a fuerza de lavados sucesivos, y con él envolvió el mango de aluminio de la pava que empezaba a silbar sobre las brasas.
Eva observó toda la operación como abstraída. Mientras su compañera se enfrascaba en la compleja acumulación de movimientos y ritmos que dan como resultado un mate bien preparado, no mostraba signos de pensamiento ni de ninguna otra cosa. Parecía que las palabras que acababa de oír aún no hubiesen sido internalizadas y se hubieran quedado a las puertas de su pensamiento, esperando qué conjuro mágico, para poder entrar.
Lo cierto es que fue otra vez la voz de Dana la que la sacó de su ensimismamiento, en el momento en que le tendía un mate, coronado por una espuma verde y consistente, al mismo tiempo que le pedía por favor que le alcanzara su morral, el que Eva había cargado la víspera, durante varios kilómetros sin preguntarse qué podía contener. Tuvo que ir a buscarlo a la carpa. Regresó con él y se lo tendió, de un modo muy semejante a como lo había hecho el día anterior. Dana abrió el bolso y fue sacando una serie de collares y pulseras bastante parecidas a las que ella misma llevaba colgados.
-Esto hago- dijo.
Eva tomó en sus manos marcadas esos objetos falsamente suntuarios y los observó con detenimiento. Estaban hechos con destreza, con refinamiento, a pesar de que los materiales eran toscos: semillas, pedacitos de madera, hojas barnizadas, frutos secos; todo un encadenamiento vegetal se enredaba entre sus dedos y, al acercarlos para verlos mejor, pudo comprobar que no sólo se trataba de piezas delicadas, sino incluso bellas. Eva no quiso, pero no pudo evitar, que acudieran a su mente las imágenes lejanas de su madre, de las manos de su madre, ésas que había venerado hacía tanto tiempo y que habían sido, por esas cosas del destino, también la fuente de sus males. Claro que las que regresaban no eran imágenes precisas sino más bien ideas, sensaciones poco claras. Sentía que Dana, sin quererlo, la llevaba cerca de un terreno resbaladizo no sólo cubierto de los miasmas de su frustración de artífice nulo, sino también de otro tipo de deseo obturado, sepultado hasta el olvido, pero que sin embargo borboteaba ahora en la superficie chirle de su ánimo. Todo esto era ilegible para ella, simplemente se manifestaba a través de ciertas tensiones en el cuerpo, cierta agitación del respirar, cierto vértigo en el pecho y un temblar lentísimo de piernas. Y Dana, que se limitaba a contemplar a su compañera de viaje con una curiosidad creciente, de la que no se excluían la compasión, por ejemplo, y un afecto que podría llamarse amor, no hacía más que encerrarse en pensamientos inextricables.
Tomaron mate hasta que el sol estuvo alto y debilitó con su luz el frío del viento. Luego se demoraron en levantar el campamento y volvieron a marchar, hacia el este, como si buscaran sin quererlo –y pese a que en verdad ya había quedado muy atrás- el nacimiento de la mañana.
Cuando los acontecimientos entran en la seguridad de lo repetido-seguirían moviéndose pese al cansancio, volverían a acampar y a hacer el fuego, dormirían cubiertas por esa manta vieja y gruesa y desayunarían mate y acaso alguna galleta asada-, cuando todo deja de ser una posibilidad entre muchas para convertirse en una serie de hechos que pertenecen más al pasado que al futuro; cuando ya no se espera nada, entonces es probable que sobrevenga el acontecimiento. Fue por eso mismo que Eva celebró en silencio el avistamiento que ofrecía, un poco vanidoso a causa de su exclusividad en medio del vacío liso y verde de la llanura, el pueblo de casas bajas y calles de tierra que se asentaba en una tenue hondonada.
Ninguna de las dos podía saber lo que les esperaba en ese lugar que la luz del sol mortecino del crepúsculo llenaba de sombras; ninguna podía estar al tanto de la trascendencia que en sus vidas particulares tendría ese espacio lleno de gente, de casas y de rincones; ninguna podía saber lo que se llevaría de allí; ni tampoco, paradoja extraña, lo que portaba.






(De La soga)
 
La luz excesiva pone a uno de ellos, al golpearlo de repente, nuevamente de un buen humor inesperado. La sombra que por unos momentos los ha guarecido del calor les ha hecho también declinar. Pero ahora, el resplandor que parece emanar del aire mismo, hace que empiece a hablar, solo, sin motivación aparente, como si hablara para sí mismo. Y las palabras – que al principio son apenas un murmullo incomprensible y monosilábico- adquieren muy pronto la forma de un relato. Habla de una mujer que conoció hace unos cuantos años. No era especialmente bella, dice, ni especialmente simpática. Era del montón, como por otra parte lo somos todos, aclara. Pero esa falta de singularidad, esa capacidad de ser cualquier persona, dice, fue lo que lo fascinó. La había descubierto en circunstancias extrañas. Todos los días, antes de entrar al trabajo, pasaba por el bar de la esquina a tomar un café y a leer el diario. Una moza lo atendía siempre, diligente. Era una muchacha bastante morena. Decía ser maestra pero  ganaba más como moza, así que, según sus palabras –que nunca eran muchas- no había hecho más que cambiar de delantal. Todas las veces él le pedía que le sirviera un cortado en vaso. Ella lo hacía con una rapidez asombrosa y le traía el pedido en una bandeja de madera, junto con el diario. Era amable y atenta, pero nada más. Un día llegó como de costumbre y se dio cuenta de que en lugar de la muchacha de siempre había una chica nueva. Era mucho más joven y se deshacía en atenciones hacia los clientes, con quienes incluso coqueteaba abiertamente. A él le había parecido extremadamente seductora y se preguntaba cómo haría para llamar su atención más profundamente. La chica parecía prometer mucho y no cumplir, por lo que algunos parroquianos terminaban yéndose a otros bares, a causa de la vergüenza que les daba enfrentarse a esa bella mujer a quien habían intentado conquistar y de quien no habían recibido más que risitas burlonas. Toda la situación –su deseo, sus nervios y el temor al rechazo- lo tenían profundamente turbado. Pasó días enteros elaborando estrategias para “lanzarse”, según dice ahora al otro. “No sabía cómo hacer para lanzarme, así que durante unas cuantas mañanas, yo también dejé de ir”. Finalmente volvió al bar, una semana después, con una serie de frases entradoras con las que planeaba tener éxito y llevársela a la cama sin demasiados rodeos. Al entrar, sin embargo, y al verla –estaba más hermosa de lo que la recordaba- súbitamente, todo ese ardor se disipó. Se esfumó como el vapor que sale de una boca tibia las mañanas de invierno. “De pronto, ya no me interesó”, dice. Se había dado cuenta de que a quien realmente estaba deseando era a la otra, a la moza de palabras breves que se había marchado quién sabe adónde, con su título de maestra y su delantal de camarera.

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