De repente tuvo la sensación de que ya lo había escuchado. Entre las ramas cantaba un pájaro que conocía. Cuando se mudó a la casa buscaba reencontrarse con algunas sensaciones perdidas desde hacía tanto, que al principio le costó sentirse bien. Fue más difícil de lo que había supuesto. Nada. Eso fue lo que lo asaltó los primeros días. Un peso infinito de vacío, que vaya a saberse cómo dejó crecer sin frenos. Pero ahora, a casi dos meses de mudado, cuando el espacio abierto del patio y los ambientes pequeños, pero acaso demasiado grandes para su costumbre, de la casa, habían ido progresivamente domesticándose, ocurría que cosas sencillas se manifestaban con elocuencia. El pájaro cantaba y él recordaba haberlo oído en otras ocasiones. Nunca fue un tipo complicado. Las cosas de todos los días se ordenaban a su alrededor como se ordenan las células, que en un momento dado dejan de ser ellas para ser alguien. Una cosa rara, mágica a su manera. Y él se había disuelto en esas cosas que rodearon su vida anterior. De pronto ya no eran una constelación sino una forma precisa, una unidad que ni siquiera lo tenía a él como centro.
Tal vez exagero. Alberto conservaba en el fondo de sí, o en el fondo que lo que aún llamaba sí mismo, un resto; el que le permitió mandar todo al diablo y mudarse y venir a recalar en esta casa, alejada de todo. Y esta mañana, mientras barría las hojas que habían caído, escuchó. Incluso había empezado a oler, y las temperaturas habían dejado de ser para él siempre extremas: demasiado frío, demasiado calor; ahora percibía sutiles variaciones, bajo la sombra incluso, bajo el sol. Había una música compleja en las trivialidades, y Alberto empezaba a desenredarla.
Seguramente por eso, después de quedarse unos instantes con el canto breve del pájaro en la memoria, tocó la corteza del tronco, la rugosidad del tronco-roble, y estuvo atento a las hojas rojizas que cayeron mientras estaba quieto. Una cayó sobre su cabeza, y trató de sentir cómo resbalaba por el pelo y por el hombro. Lejos estaba aún de estremecerse ante tales destellos de realidad, pero se acercaba día a día.
No hay que pensar que todo esto respondía a inquietudes vanamente espirituales. Para nada. Alberto estaba ahí por una necesidad más pedestre. Tenía que ocultarse. Lo buscaban y no precisamente para hacerle regalos. Pero eso es harina de otro costal.
Dejó la escoba de alambre apoyada en el tronco y volvió a la casa. Estaba fresco aún, pese a ser ya las diez. Se había levantado temprano y había tomado mate mientras escuchaba la radio. También esto era algo que había recuperado en las últimas semanas. Ahora quería desayunar. Preparó café con leche y unas tostadas y se sentó a la mesa, donde un cuaderno abierto mostraba unas palabras a modo de título. Pero una tachadura las cruzaba. Una lapicera a fuente hacía las veces de señalador. Alberto desayunó prestando especial atención al crujir de las tostadas, al borboteo de los sorbos, al sabor un poco agreste del café con leche. Después tomó la lapicera y se dispuso a escribir. Hoy tengo menos miedo.- escribió. Dejó la pluma suspendida sobre el punto. La hizo girar como si batiera el aire. Volvió a apoyarla con un punto nuevo. Repitió la operación.
El pájaro volvió a cantar. Pero esta vez Alberto no lo oyó.
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