(Texto publicado en 30 años de democracia. Instituto Luigi Pirandello, 2013)
Debajo de mí hay
varios mundos o galaxias. No lo digo porque me sienta sabio, treinta y tantos
años, para un árbol, no es edad. Un arbolito, aún, si bien se mira. Aunque mis
frutos ya he dado. Cuando me sembraron, recuerdo (se habla poco de la memoria
de los árboles), era un día sin sol. Yo creo que quienes lo hicieron pensaron
menos en la tristeza de la jornada que en la lluvia inminente. Oí decir que fue
tormenta. No lo recuerdo. Habrán leído el presagio. Regalar a una semilla en su
cuna el agua primordial siempre me pareció el más tierno de los gestos. Aunque
cayera una tormenta larga.
La casa, por lo
demás, en todos estos años, ha cambiado. Han agregado una galería y unos
canteros que de algún modo me distancian de la puerta, pero que no me alejan de
los ocupantes. Aunque sean menos.
Una semilla es muy poca cosa, y ya
sabemos que puede pasar por casi nada, una ínfima promesa de vida que tantas
veces se queda como está. Pero me plantaron, a mí, un día gris de primavera,
con varios mundos debajo, que acaso mitigaron la soledad que vino luego. Esos
objetos preciosos, que también llamo galaxias, me acompañaron y a su manera
silenciosa me quisieron.
Ahora podría
hablar de muchas cosas. Pero todo lo que puede decir un árbol es eco de otros
ecos.
La historia, si
apacible o atroz, para nosotros es siempre una cosa vertical, salpicada de
lluvias y de pájaros, un envoltorio de días, de temperaturas que cambian, de
soles fríos y noches sin luna. Vertical. Es esa altura la que me enseñó a
mirar, curiosamente, el horizonte: las antenas que fueron brotando sobre las
terrazas, las casitas que crecían en baldíos, las casillas que, más tarde se
mudaron a los techos, los barriletes que dejaron de volar, las intermitencias
nocturnas de los televisores. La chica que hoy se sienta bajo mi copa, con su
computadora y mantiene largos diálogos ilusorios con destellos electrónicos,
también es como una resonancia del afuera.
En poco más de
treinta años un árbol puede dar fruto muchas veces. Vi colgar de mis extremos
sus colores perfumados. Y a la que hoy busca mi sombra vi saltar para
alcanzarlos. Pero esas que llamo galaxias bajo mi tronco, atravesadas hoy por
un camino de raíces, son frutas también de la imaginación. Y nadie, salvo
quienes me sembraron, las ha visto nunca. Sus nombres ya son ecos deliciosos:
Violín y otras cuestiones, Los dueños de la tierra, La hora de los pueblos,
Mascaró.
La vida de los
árboles es larga. Nuestra muerte es más larga todavía. No sé si alguna vez
saldrán de lo profundo aquellos libros. Si es así, que me recuerden.
2 comentarios:
Ariel...simplemente maravillosos.
Un relato que te invita a valorar tus raíces...el tiempo que te lleva desarrollarla, y los frutos propios y ajenos.
Señor me siento honrada de tener un poquito de usted en mi cabeza y en mi formación profesional...gracias.
Muchas gracias, Su!!! Besos grandes!
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