Hay
libros que siempre estamos comenzando. No importa que los hayamos
leído completos, la sensación que nos queda es la de haber apenas
iniciado un camino. La Divina Comedia, creo, pertenece a esta
categoría. Mi primer contacto con Dante no tiene fecha precisa; como
nuestro primer contacto con dios o con el universo, son palabras que,
cuando prestamos atención, ya estaban en nosotros. Pero sí recuerdo
perfectamente mi primer contacto con un ejemplar de La Divina
Comedia. Me lo prestó un profesor, porque yo me había quedado
fascinado, por supuesto, con las ilustraciones de Doré (alguien
deberá hablar alguna vez de la importancia de los ilustradores en
nuestro ingreso a la literatura). Esa tarde, en casa, me apresté a
leerlo. Tenía el entusiasmo a flor de piel. Como me ocurría con la
palabra Dante, la Divina Comedia y su viaje monumental ya estaban en
algún lugar de mí. Recuerdo que me encerré en mi cuarto
(previsiblemente, eché a mi hermano, porque compartíamos la
habitación), bajé las persianas y en una solemne penumbra me senté
en el sillón de mimbre algo desvencijado que usaba mi abuela. Acaso
ya tenía el wincofón y un asincrónico Vivaldi daba vueltas. Leí
varias horas, atendiendo a cada una de las notas al pie, que a veces
eran muy extensas. Doré me guiaba cuando me perdía en la selva
oscura de aquella mente medieval. Al día siguiente tuve que devolver
ese libro, pero ya había sido herido. Tuve varios ejemplares, luego.
Ninguno me conformó del todo. No eran sólo las traducciones, que me
complicaban la vida o el buen gusto, eran los libros en sí. Yo
sentía que La Divina Comedia debía ser reproducida en un libro
venerable, hecho con los mejores materiales; una edición que
resguardara lo divino. Por supuesto, el tiempo me alejó de tanta
solemnidad, y finalmente conseguí un ejemplar con el que me manejo
bien. Una sola vez lo leí completo. Del paraíso, sólo conservo un
hondo olvido. Pero volví al infierno una y otra vez. Siempre al
infierno, que es el lugar más cálido, aunque Dante diga que es el
frío lo que más asusta. Doré sabía también que estaba allí el
material más plástico. Muchas veces pensé cómo “asir”, como
“dar cuenta” de la totalidad de la Comedia. Pero siempre me
encontré al principio, entrando por cualquier parte, perdiéndome
entre tercetos. Igual que con un un cubo mágico, insisto. No es
difícil, sólo sé que nunca acabaré de colocar en su sitio cada
pieza. Y de hacerlo, me sentiría mal, porque lo que seduce está
latiendo siempre bajo un velo.
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