3 de noviembre de 2014

El entenado

Las primeras novelas de Saer que leí fueron La pesquisa y La ocasión. Fueron realmente dos libros admirables, pero aislados, como de dos escritores desconocidos. No pude verlas como partes de un todo. Y si digo todo es porque, como pocos autores, Saer es el dios de un mundo en el que flota un planeta peculiar; un país, mejor, aunque ocupe el espacio de una ciudad, y aun la circunferencia de unas cuadras. Como una nube, el tamaño del universo es variable. Cuando leí El entenado era verano. Mi hija Muriel no había nacido todavía, pero crecía calladita en el vientre de su mamá. Mi papá se preparaba, bien o mal, para entrar en la muerte. En ese contexto en que enteros universos pugnaban por abrirse o por cerrarse, la historia del grumete entre los indios resultó un viaje al seno de lo real, allí donde la percepción se excita, y se teje, con las palabras que heredamos y aprendimos, lo que llamamos la experiencia. Recuerdo haber leído sobre todo de mañana, al amanecer, más bien, como en la apertura del día, como si aquel ritmo de la prosa fuera una oración pagana, una fórmula secreta, que engendraba el jueves o el domingo. Pocas veces interrogué tanto al mundo. Cada página era como una revelación de nuestra fragilidad. Pero no había ninguna angustia en eso, más bien una embriaguez. Todo podía deshacerse en un instante y no importaba nada, porque la negrura de la que venimos, y hacia la que vamos, nos exime de aparatosos sentidos, de manera que lo que buscamos, lo que hacemos y lo que decimos, pueden tener la belleza efímera de lo provisorio. No era la primera vez que yo pensaba aquello, pero sí la primera vez que un libro lo decía, para mí, tan claro. Esa sucesión de nacimientos que atraviesa el entenado, la manera de sobrevivir que tiene su experiencia, cada vez más ficcional y más conmovedora, cada vez más plena de sentido en su mudez, me hizo entender que el movimiento es lo único que sigue, que la transformación, lo queramos o no, será el destino: el salto más allá del cual se calla la palabra . Después vinieron los demás libros, Cicatrices, El limonero real, Nadie nada nunca, y así. Pero el impulso que El entenado me dio, tuvo el nítido sonido de la pluma en el papel. Siempre escribí, casi de manera involuntaria. Después de esa novela, semejante al soñador de Las ruinas circulares, supe que un mundo dependía de las palabras que yo pudiera encadenar. Que no existiría si no me ocupaba de él. Y acaso yo tampoco.

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