Las
primeras novelas de Saer que leí fueron La
pesquisa
y La
ocasión.
Fueron realmente dos libros admirables, pero aislados, como de dos
escritores desconocidos. No pude verlas como partes de un todo. Y si
digo todo es porque, como pocos autores, Saer es el dios de un mundo
en el que flota un planeta peculiar; un país, mejor, aunque ocupe el
espacio de una ciudad, y aun la circunferencia de unas cuadras. Como
una nube, el tamaño del universo es variable.
Cuando leí El
entenado
era verano. Mi hija Muriel no había nacido todavía, pero crecía
calladita en el vientre de su mamá. Mi papá se preparaba, bien o
mal, para entrar en la muerte. En ese contexto en que enteros
universos pugnaban por abrirse o por cerrarse, la historia del
grumete entre los indios resultó un viaje al seno de lo real, allí
donde la percepción se excita, y se teje, con las palabras que
heredamos y aprendimos, lo que llamamos la experiencia. Recuerdo
haber leído sobre todo de mañana, al amanecer, más bien, como en
la apertura del día, como si aquel ritmo de la prosa fuera una
oración pagana, una fórmula secreta, que engendraba el jueves o el
domingo. Pocas veces interrogué tanto al mundo. Cada página era
como una revelación de nuestra fragilidad. Pero no había ninguna
angustia en eso, más bien una embriaguez. Todo podía deshacerse en
un instante y no importaba nada, porque la negrura de la que venimos,
y hacia la que vamos, nos exime de aparatosos sentidos, de manera que
lo que buscamos, lo que hacemos y lo que decimos, pueden tener la belleza
efímera de lo provisorio. No era la primera vez que yo pensaba
aquello, pero sí la primera vez que un libro lo decía, para mí,
tan claro. Esa sucesión de nacimientos que atraviesa el entenado, la
manera de sobrevivir que tiene su experiencia, cada vez más
ficcional y más conmovedora, cada vez más plena de sentido en su
mudez, me hizo entender que el movimiento es lo único que sigue, que
la transformación, lo queramos o no, será el destino: el salto más allá del cual se calla la palabra . Después
vinieron los demás libros, Cicatrices,
El
limonero real,
Nadie
nada nunca,
y así. Pero el impulso que El
entenado
me dio, tuvo el nítido sonido de la pluma en el papel. Siempre
escribí, casi de manera involuntaria. Después de esa novela,
semejante al soñador de Las ruinas circulares, supe que un mundo
dependía de las palabras que yo pudiera encadenar. Que no existiría
si no me ocupaba de él. Y acaso yo tampoco.
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