16 de octubre de 2014

Martín Fierro

Mi papá recitaba estrofas de Martín Fierro cuando tomaba mate, a la tarde, durante el verano, en el patio enorme con olor a pasto cortado recién. Le daba por ahí, a veces, y recordaba muchos tramos bastante bien. En mi casa había un ejemplar muy viejo, sin tapas, y otro desbordante de lujos; era una edición ilustrada por Castagnino que había eudeba, me parece. A mi papá le gustaba mucho ese libro, porque le hacía recordar sus años de juventud, de mencho correntino que cumplía las faenas del peón, en una estancia cuyo patrón, como dios, aunque no estaba casi nunca, estaba. Solía decirme que le admiraba la fidelidad con que Hernández había retratado la vida del gaucho, él que había pasado más tiempo en la ciudad que en el campo. Y criticaba a Güiraldes, recuerdo, porque siendo hombre de estancia “no entendía nada”. Ese retrato fiel que a mi papá le encantaba, ocupa en Martín Fierro pocas páginas y está escrito con trazos simples, porque todos entendemos de qué habla; Güiraldes nos obliga continuamente al glosario, tanta es su exactitud y su énfasis. Mi papá pensaba como Borges, aunque sus palabras eran sin duda menos cultas. De chico hojeé muchas veces el libro, buscando esas estrofas que venían a la hora del mate. No recuerdo ahora cuándo lo leí completo por primera vez. Para mi papá, Fierro era todo lo que un argentino debe ser, aunque prescindía de las partes menos nobles, con distracción algo culpable. Yo quería ser como Martín Fierro, y sé que también a mi papá le habría gustado. Alguna vez, adolescente, ensayé unas estrofas gauchescas y se las regalé. Creo que se las mostró a toda la familia. Pero entonces yo ya había transitado el didactismo tenaz de Güiraldes, y las crepusculares leyendas de Obligado, y mis versos eran, además de extemporáneos, un tanto amanerados. Muchas veces volví a leer Martín Fierro, muchas veces lo dí siendo profesor; pero aquel “Aquí me pongo a cantar”, igual que muchas estrofas, seguía diciéndolas papá, aunque él las recitaba sin música, porque nunca aprendió a tocar la guitarra. No creo que haya libro que sienta tan íntimo, tan parte de mí mismo. Y claro, para colmo, después leí a Borges, y él hizo todo lo demás.

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