15 de octubre de 2014

Las uvas de la ira

Supe realmente cómo huele el café cuando leí a Steinbeck. Fue por la época de la fiebre, cuando a un libro le sucedía otro sin solución de continuidad, y en un encadenamiento sin fin se daban la mano las historias. Las uvas de la ira era la traducción que había conseguido. Viñas de ira, traducirían otros. No fue el título lo que me impactó -entonces yo no me fijaba demasiado en eso-, sino el púrpura de la tapa. Ese libro formaba parte del lote con que mi madrina me proveyó cuando supo que yo andaba de lecturas, tal vez sin entender muy bien qué me había dado, o agradeciéndose secretamente haber tenido el buen tino de comprar aquellos libros en su momento. Era un ejemplar del círculo de lectores, de tapa dura, y casi no había sido abierto. La novela narra la historia de una familia que en plena depresión debe abandonar su tierra de Oklahoma para viajar hacia California, tierra de promesas. Debo a la fiebre la lectura de ese libro, porque al comenzarlo recuerdo que entendí poco. Hablaba de cosas de las que yo tenía una idea casi ausente y lo hacía como si todos supiéramos muy bien de qué se estaba hablando. Pero avancé, y pronto comprendí la lógica de la novela: a un capítulo genérico, que abordaba la problemática de los años de la depresión en el oeste, le seguían varios que narraban el viaje de una familia particular. Steinbeck se tomaba todo el tiempo del mundo para saborear, como buen americano, el café de la mañana; yo sentía que el autor se sentaba con sus personajes a desayunar al alba, en el camino, a poner al fuego la cafetera mientras preparaban los huevos y el tocino. Nunca me supo mejor el desayuno. Por estos lares era verano mientras yo leía y hacía calor y a lo sumo uno desayunaba un vaso de leche fría. Pero allá, donde los colonos avanzaban en busca del sueño californiano, el frío era intenso. Esos desayunos de campamento eran, quién lo duda, muy pobres. Pero la necesidad de los personajes los volvía manjares abundantes. Nunca vi la película de Ford, ni volví a releer la novela (ahora que escribo esto y tengo delante un ejemplar que después compré usado, mucho más viejo que el que leí, la tentación es enorme), pero sé que si hoy escribo las novelas que escribo, lo hago en parte porque leí aquella. Porque era una novela sobre gente que tenía nada o muy poco, menesterosos ávidos de trabajo y de mejor comida, desesperados a quienes pocas cosas podían asustar. Esa pobreza elemental, que era la condición que aquellos personajes nunca podrían abandonar, me hizo entender que el despojo puede también ser un valor. Lo que se tiene es intenso cuando se tiene poco. Como el olor del café, y el púrpura de las tapas de una novela prestada.

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