Supe
realmente cómo huele el café cuando leí a Steinbeck. Fue por la
época de la fiebre, cuando a un libro le sucedía otro sin solución
de continuidad, y en un encadenamiento sin fin se daban la mano las
historias. Las
uvas de la ira
era la traducción que había conseguido. Viñas
de ira,
traducirían otros. No fue el título lo que me impactó -entonces yo
no me fijaba demasiado en eso-, sino el púrpura de la tapa. Ese
libro formaba parte del lote con que mi madrina me proveyó cuando
supo que yo andaba de lecturas, tal vez sin entender muy bien qué me
había dado, o agradeciéndose secretamente haber tenido el buen tino
de comprar aquellos libros en su momento. Era un ejemplar del círculo
de lectores, de tapa dura, y casi no había sido abierto. La novela
narra la historia de una familia que en plena depresión debe
abandonar su tierra de Oklahoma para viajar hacia California, tierra
de promesas. Debo a la fiebre la lectura de ese libro, porque al
comenzarlo recuerdo que entendí poco. Hablaba de cosas de las que yo
tenía una idea casi ausente y lo hacía como si todos supiéramos
muy bien de qué se estaba hablando. Pero avancé, y pronto comprendí
la lógica de la novela: a un capítulo genérico, que abordaba la
problemática de los años de la depresión en el oeste, le seguían
varios que narraban el viaje de una familia particular. Steinbeck se
tomaba todo el tiempo del mundo para saborear, como buen americano,
el café de la mañana; yo sentía que el autor se sentaba con sus
personajes a desayunar al alba, en el camino, a poner al fuego la
cafetera mientras preparaban los huevos y el tocino. Nunca me supo
mejor el desayuno. Por estos lares era verano mientras yo leía y
hacía calor y a lo sumo uno desayunaba un vaso de leche fría. Pero
allá, donde los colonos avanzaban en busca del sueño californiano,
el frío era intenso. Esos desayunos de campamento eran, quién lo
duda, muy pobres. Pero la necesidad de los personajes los volvía
manjares abundantes. Nunca vi la película de Ford, ni volví a
releer la novela (ahora que escribo esto y tengo delante un ejemplar
que después compré usado, mucho más viejo que el que leí, la
tentación es enorme), pero sé que si hoy escribo las novelas que
escribo, lo hago en parte porque leí aquella. Porque era una novela
sobre gente que tenía nada o muy poco, menesterosos ávidos de
trabajo y de mejor comida, desesperados a quienes pocas cosas podían
asustar. Esa pobreza elemental, que era la condición que aquellos
personajes nunca podrían abandonar, me hizo entender que el despojo
puede también ser un valor. Lo que se tiene es intenso cuando se
tiene poco. Como el olor del café, y el púrpura de las tapas de una
novela prestada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario