No confieso nada
extraordinario si digo que amo a Emma Bovary. La amo de un modo
absolutamente platónico y absolutamente físico. Pocas mujeres hay
como ella en la literatura, tan maravillosas a instancias de su
propia tontería. Es tonta, Emma, y es hermosa. Y descuidada y
sensual, superficial y apasionada, atropellada y obtusa. Cuando la
recordamos, nos resulta difícil asociarla con un libro. Nos parece
que la conocimos de verdad, que el libro de Flaubert no es más que
la puerta a su mundo; que cuando lo cerramos, sigue Emma con su
pasión haciendo de las suyas, ensayando nuevas formas inútiles de
la plenitud. Por suerte se trata de un personaje. Una mujer así nos
apartaría del mundo para siempre. Es sabido que Flaubert estaba
harto de ella, que avanzaba a duras penas, que escribía, a veces,
pocas líneas en semanas. Pero Emma lo convocaba, como a nosotros,
con sus mohines, con sus caprichitos, con su forma simple de ver el
amor, persuasiva a fuerza de convicción. Y sin embargo, toda esa
belleza está hecha con palabras. Cuando la leí, yo venía de La
educación sentimental, esa extraña novela interminable. Madam
Bovary me abrumó con sus descripciones; como cualquier lector
ingenuo, quería enterarme de sus peripecias, quería avanzar, y lo
que me parecía innecesario no hacía más que malquistarme con el
bueno de Gustave. Pero la relectura, poco después, me sumergió en
un goce permanente, en la embriaguez de esas minucias que el narrador
se empecinaba en estirar. Ahí fue que comprendí hasta qué punto
puede un texto ser sensual, hasta el borde de lo obsceno. La gorra de
Charles, las botitas de Emma, el telón de fondo de Ruán, destilaban
una seducción material que lo concreto a menudo desconoce. Y entre
esos objetos tibios, la tibia Emma como centro de ese mundo. Después
vinieron Salambó, los Tres cuentos, La tentación
de San Antonio (esa extraña pesadilla), Bouvard y Pècuchet
(el paroxismo). Pero la esposa ávida de aquel médico de provincias
seguía amando a León dentro del cabriolé, seguía atravesando la
noche en busca de dinero para continuar sus amoríos. Tal vez el
mayor logro de un escritor sea borrar su presencia, de manera que sus
personajes ingresen al mundo, como le ocurrió al soñador aquel de
Las ruinas circulares. No importa que sea a costa de afantasmarnos,
de reconocer la fragilidad en que nos movemos. Eso es, posiblemente,
lo que vincula a Madam Bovary con el Quijote. No tanto
el principio constructivo de esos caracteres, sino su capacidad de
transponer el umbral de la ficción. Todos, a fin de cuentas, somos
como personajes de una novela que casi nadie recordará. Pero entre
los seres de ficción, pocos se vuelven parte de este mundo. Tan
reales como puede parecernos la vigilia.
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