6 de noviembre de 2014

Madam Bovary

No confieso nada extraordinario si digo que amo a Emma Bovary. La amo de un modo absolutamente platónico y absolutamente físico. Pocas mujeres hay como ella en la literatura, tan maravillosas a instancias de su propia tontería. Es tonta, Emma, y es hermosa. Y descuidada y sensual, superficial y apasionada, atropellada y obtusa. Cuando la recordamos, nos resulta difícil asociarla con un libro. Nos parece que la conocimos de verdad, que el libro de Flaubert no es más que la puerta a su mundo; que cuando lo cerramos, sigue Emma con su pasión haciendo de las suyas, ensayando nuevas formas inútiles de la plenitud. Por suerte se trata de un personaje. Una mujer así nos apartaría del mundo para siempre. Es sabido que Flaubert estaba harto de ella, que avanzaba a duras penas, que escribía, a veces, pocas líneas en semanas. Pero Emma lo convocaba, como a nosotros, con sus mohines, con sus caprichitos, con su forma simple de ver el amor, persuasiva a fuerza de convicción. Y sin embargo, toda esa belleza está hecha con palabras. Cuando la leí, yo venía de La educación sentimental, esa extraña novela interminable. Madam Bovary me abrumó con sus descripciones; como cualquier lector ingenuo, quería enterarme de sus peripecias, quería avanzar, y lo que me parecía innecesario no hacía más que malquistarme con el bueno de Gustave. Pero la relectura, poco después, me sumergió en un goce permanente, en la embriaguez de esas minucias que el narrador se empecinaba en estirar. Ahí fue que comprendí hasta qué punto puede un texto ser sensual, hasta el borde de lo obsceno. La gorra de Charles, las botitas de Emma, el telón de fondo de Ruán, destilaban una seducción material que lo concreto a menudo desconoce. Y entre esos objetos tibios, la tibia Emma como centro de ese mundo. Después vinieron Salambó, los Tres cuentos, La tentación de San Antonio (esa extraña pesadilla), Bouvard y Pècuchet (el paroxismo). Pero la esposa ávida de aquel médico de provincias seguía amando a León dentro del cabriolé, seguía atravesando la noche en busca de dinero para continuar sus amoríos. Tal vez el mayor logro de un escritor sea borrar su presencia, de manera que sus personajes ingresen al mundo, como le ocurrió al soñador aquel de Las ruinas circulares. No importa que sea a costa de afantasmarnos, de reconocer la fragilidad en que nos movemos. Eso es, posiblemente, lo que vincula a Madam Bovary con el Quijote. No tanto el principio constructivo de esos caracteres, sino su capacidad de transponer el umbral de la ficción. Todos, a fin de cuentas, somos como personajes de una novela que casi nadie recordará. Pero entre los seres de ficción, pocos se vuelven parte de este mundo. Tan reales como puede parecernos la vigilia.

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