15 de noviembre de 2014

Rayuela

Rayuela es un libro que robé, leí, releí y abandoné más tarde, en el estante de una biblioteca que ya no tengo. Como muchos, llegué a esa novela empujado, violentamente, diría, por las opiniones de los cortazarianos, gente de maneras exaltadas, siempre al borde del derrumbe, como todos los que apoyan el mundo en tres verdades. En ese tiempo acababa de terminar el secundario y había conseguido un modesto trabajo como bibliotecario en la misma escuela en que me había formado. Verdad que mi pasión por los libros no suplía mi ignorancia del oficio, pero más o menos conseguía que los libros fueran y vinieran, que los alumnos entraran a buscar, a preguntar, a pedir algunas recomendaciones. Así, como el Padre Merediz (Jesuita populista y alma mater de la institución), veía que la cosa funcionaba, incluso contra sus pronósticos, me permitió comprar libros “para que reviva la biblioteca”; me lo dijo con verdadero entusiasmo, como si la que debía resucitar hubiera estado viva alguna vez. Me dio una suma que me pareció considerable. Yo viajaba a la ciudad a estudiar, así que no perdí oportunidad de comprar, en mesas de ofertas de Corrientes, los libros que se usaban en la escuela: clásicos españoles en su mayoría, en ediciones ruines pero útiles. Con el resto del dinero compré varios libros de mi interés y dos directamente para mí (porque tenía la determinación de robarlos después de un par de días). Uno de esos libros era Rayuela. Recuerdo que su lectura me dejó perplejo. Yo había leído muchos cuentos de Cortázar y no entendí por qué se ponía tan palabrero. De todas manera lo leí completo y guardé para mí varios capítulos. Una cosa sin sabor, o con sabor a viejo. Años más tarde debí releerla para la facultad, y fue el asombro ¿Cómo había yo menospreciado aquella prosa? ¿Cómo había pasado por alto a Berthe Trépat y a Rocamadour? La relectura me llenó, sin embargo, de un entusiasmo semejante al de los jazmines, que pronto, después de estallar, amarillean y mueren. Efímero fue mi romance con Rayuela, durante aquel reencuentro. Después, cuando me preguntaron por ella, fui más parco cada vez. Prefería quedarme con ese sabor dulce y breve que alguna vez me dio. Un día debí dejar una casa de muchos años, y muchos libros quedaron allí. Entre los que elegí no llevarme estaba Rayuela. Cada tanto me acuerdo de ella, como ahora, y pienso que deberé conseguir un ejemplar; para hojearlo, pero también para mostrar que lo tengo ahí, como la foto de una chica codiciada por todos, que alguna vez fue mía.

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