Rayuela es un libro que robé, leí,
releí y abandoné más tarde, en el estante de una biblioteca que ya
no tengo. Como muchos, llegué a esa novela empujado, violentamente,
diría, por las opiniones de los cortazarianos, gente de maneras
exaltadas, siempre al borde del derrumbe, como todos los que apoyan
el mundo en tres verdades. En ese tiempo acababa de terminar el
secundario y había conseguido un modesto trabajo como bibliotecario
en la misma escuela en que me había formado. Verdad que mi pasión
por los libros no suplía mi ignorancia del oficio, pero más o menos
conseguía que los libros fueran y vinieran, que los alumnos entraran
a buscar, a preguntar, a pedir algunas recomendaciones. Así, como el
Padre Merediz (Jesuita populista y alma mater de la institución),
veía que la cosa funcionaba, incluso contra sus pronósticos, me
permitió comprar libros “para que reviva la biblioteca”; me lo
dijo con verdadero entusiasmo, como si la que debía resucitar
hubiera estado viva alguna vez. Me dio una suma que me pareció
considerable. Yo viajaba a la ciudad a estudiar, así que no perdí
oportunidad de comprar, en mesas de ofertas de Corrientes, los libros
que se usaban en la escuela: clásicos españoles en su mayoría, en
ediciones ruines pero útiles. Con el resto del dinero compré varios
libros de mi interés y dos directamente para mí (porque tenía la
determinación de robarlos después de un par de días). Uno de esos
libros era Rayuela. Recuerdo que su lectura me dejó perplejo. Yo
había leído muchos cuentos de Cortázar y no entendí por qué se
ponía tan palabrero. De todas manera lo leí completo y guardé para
mí varios capítulos. Una cosa sin sabor, o con sabor a viejo. Años
más tarde debí releerla para la facultad, y fue el asombro ¿Cómo
había yo menospreciado aquella prosa? ¿Cómo había pasado por alto
a Berthe Trépat y a Rocamadour? La relectura me llenó, sin embargo,
de un entusiasmo semejante al de los jazmines, que pronto, después
de estallar, amarillean y mueren. Efímero fue mi romance con
Rayuela, durante aquel reencuentro. Después, cuando me preguntaron
por ella, fui más parco cada vez. Prefería quedarme con ese sabor
dulce y breve que alguna vez me dio. Un día debí dejar una casa de
muchos años, y muchos libros quedaron allí. Entre los que elegí no
llevarme estaba Rayuela. Cada tanto me acuerdo de ella, como ahora, y
pienso que deberé conseguir un ejemplar; para hojearlo, pero también
para mostrar que lo tengo ahí, como la foto de una chica codiciada
por todos, que alguna vez fue mía.
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