23 de noviembre de 2014

Veinte poemas para ser leídos en el tranvía

Alguna vez dije que más que ser un lector de poesía soy un lector de poetas, y de precisos poemas de esos poetas. Creo que se debe en parte a la lectura de Girondo. Nadie que lo incluya en sus primeras lecturas puede sustraerse fácilmente a su esplendor. Oliverio fue, primero -para mí que vivía en un barrio alejado casi campo lleno de árboles y calles de tierra-, el poeta de la urbe. Buenos Aires, antes que Borges, fue Girondo quien me la acercó. Sus veinte poemas para leer en un tranvía que no corría ya por las calles empedradas, me hicieron creer que no importaba cuán lejos viviera yo, cuán lejos estuviera de la confitería del Molino, esa ciudad que excita los sentidos como la comida especiada sería mía alguna vez. Reconozco que los primeros intentos de capturarla fueron modestos. Yo iba al centro pequeño de San Miguel -entonces un pueblo sin disfraz de ciudad- y me quedaba en la plaza, viendo pasar a las chicas como si fueran las muchachas de Girondo que van por la plaza Flores; me ponía a contemplar los tres o cuatro edificios y sentía que estaba yo también, y por qué no, en una gran capital. Iba a los dos o tres bares del lugar, donde, seguramente con asombro, los mozos me atendían displicentes -tendría catorce o quince años-, como diciendo de dónde viene este mocoso a hacerse el grande. Caminaba despacio mirando los balcones de las casas de dos plantas y buscaba el interior sintiéndome un flâneur. Por supuesto conocía Buenos Aires, por supuesto iba seguido y caminaba con el ánimo exaltado a cada paso. Pero en ese entonces yo quería creer que mi pueblo también podía tener visos de metrópoli, aunque más no fuera como en esas fotos de detalles, que tanto pueden pertenecer a un sitio como a otro. Escribía, por supuesto, en las mesas del café, poemas que los mozos pensarían que era la tarea de la escuela. Esos poemas se fueron apilando en hojas de todo tipo, con letras diferentes (yo quería tener una letra mía que me gustara a mí, y la buscaba y la ensayaba) y diferentes firmas. No era todavía yo, pero tenía ganas de serlo. No se habla, muchas veces, de cómo los libros configuran aspectos importantes de la personalidad. Porque Girondo fue mucho más que el poeta de la materialidad urbana. Fue el de la aventura del lenguaje, porque pronto descubrí Espantapájaros, Persuasión de los días y sobre todo En la masmédula. Una aventura feliz (a veces me lo achacan) que se maravillaba a cada paso. Un día un primo, en un extraño rapto de generosidad, me regaló la obra completa. Es de esos libros a los que vuelvo todo el tiempo. Una especie de agua fresca siempre limpia, una cíclica felicidad.

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