17 de diciembre de 2014

Nick Adams, Ernst Hemingway

Cuando era chico y empezaba a leer, creía que la literatura norteamericana valía poco. Mis contactos con ella, absolutamente azarosos, se habían reducido a algunos best-sellers y a libritos de vaqueros o naves espaciales (cuyos autores probablemente eran bien latinos, aunque detentaran extravagantes nombres anglosajones). Para empeorar una situación donde claramente el azar no me favorecía, en la escuela mis profesores no tenían idea, o no les gustaba, o no suponían que podían interesarme autores diferentes de los que nos mandaban leer. Cuando se sentían magnánimos, sus recomendaciones eran las de siempre: clásicos españoles, ignotos cuentistas fantásticos latinoamericanos, carne de antologías olvidables, algunos novelistas argentinos (Mujica Láinez, Sábato, Cortázar) y poco más ¿cómo se suponía que iba yo a conocer otra cosa si no era por obra de la fortuna? Pero cuando comencé la facultad, la primera materia que cursé fue, justamente, Literatura Norteamericana. Y el primer autor que leímos fue Hemingway. Nick Adams, ese libro; uno que reúne en realidad relatos que el autor publicó a lo largo de su vida en diversos libros, como los capítulos sueltos de una novela que se resistió hasta el final a tomar cuerpo. Fue un verdadero descubrimiento. Hemingway es siempre claro sin ser simple, sencillos sin ser vulgar, potente sin ser grandilocuente. Y esos cuentos son como las piezas sueltas de un objeto inabarcable. No es muy difícil encontrar al mismo Hemingway en ese personaje que se niega a desaparecer, que exhibe una y otra vez su carácter incompleto. Al famoso estilo del autor de El viejo y el mar, que calla más de lo que dice, hay que sumarle la exploración que Hemingway parece hacer de su personaje para entender que Nick puede ser muy diferente y hasta contradictorio. Personajes así crecen con quien los ha creado, aunque nacen a destiempo: cuando para el escritor se terminan las palabras y empiezan las notas musicales. Aunque crece, Nick Adams es joven -niño incluso- en muchos cuentos; en cierto modo tenía la edad de Hemingway, pero Hemingway parecía no quererlo de su edad; volvía una y otra vez a narrarlo muchacho, como en Los Asesinos, acaso el más célebre de esos relatos. Es como si quisiera obligar al personaje a mantener la juventud que él fue perdiendo. Éramos bellos entonces, parece decirle; para qué, querido Nick, perdernos la oportunidad de hablar de ello. Imagino que, de una manera o de otra, todos tenemos un personaje parecido. Algunos llegaremos a escribirlo. Recuerdo que en aquel entonces, cuando empecé la carrera, leí Nick Adams fotocopiado, porque la única edición disponible era de 1974. Ése es el año en que nací, y tal vez por eso, o porque yo me sentía Nick y era como sentirme un poco Hemingway, o simplemente porque amé profundamente esos cuentos, me propuse conseguir un ejemplar. Guardé las fotocopias (las anillé para cuidarlas mejor) muchos años, durante los cuales vinieron Fiesta, Por quién doblan las campanas, Adiós a las armas, Al otro lado del río y entre los árboles, El viejo y el mar, y París era una fiesta. Una vez, en una librería de viejo, y por tres pesos, por fin conseguí un ejemplar de Nick Adams. Estaba nuevo aunque en realidad era ya viejo. Más bien teníamos la misma edad.

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