15 de diciembre de 2014

Sandokán, de Emilio Salgari

A Sandokán lo conocía desde mucho antes de aprender a leer. Me lo había presentado mi papá en sus cuentos a la hora del mate. Me hablaba de aventuras que yo veía ante mis ojos desplegarse en paisajes de Borneo, o que yo suponía de Borneo y la Malasia (los documentales de la tele aportaban gran número de imágenes). Vi también una película, por aquellos años, que entonces me parecía fabulosa y que, por suerte, no volví a ver. Tuve en mis manos versiones ilustradas, historietas, y recién mucho después algunos libros. A Los tigres de Mompracem le siguieron, por supuesto, Los piratas de la malasia, Los misterios de la jungla negra, Los dos tigres y, como corolario, El rey del mar, donde Sandokán compra un acorazado norteamericano y le declara él solo la guerra al Imperio inglés. La desmesura de ese personaje construido con las señas del héroe clásico, como un Aquiles, cuyo talón era el recuerdo de su amada Mariana, nos hace reír, en ocasiones, como nos hace reír Don Quijote; una risa un poco amarga que nos lleva a recordar que alguna vez también nosotros soñamos con ser héroes. Como sin duda le ocurría a Salgari, cuya vida de burgués empobrecido sólo podía aspirar a ser la de un escritor desmesurado: más de ochenta novelas sin contar los relatos sueltos. El género de aventuras, como cualquier otro género, agota sus posibilidades combinatorias y su destino es la reproducción industrial; para no entregarse a esa repetición deshonesta, cuando se le acabaron las ideas, Salgari se entregó a una repetición familiar: el suicidio. En sus memorias narra la historia fantástica de cuando conoció a Sandokán y vivieron aventuras de novela. Ese es el efecto que provoca la lectura de esos libros simples y encantadores, llenas de secuestros, de batallas marítimas, de pastillas que simulan la muerte, de disfraces que luego revelan a los héroes. Aventuras en estado puro, donde la única verdad parece ser el odio que el príncipe malayo siente por todo lo británico, por todo lo que le recuerda el aplastamiento de su pueblo y su familia. Mientras otros héroes de la misma época se permiten la ironía, el humor y hasta el cinismo, porque son héroes del Imperio, Sandokán tiene la gravedad del héroe trágico. Los dioses del mundo han dictado veredicto, la batalla está perdida, pero continúa, pese a todo; la muerte es un inconveniente apenas (acaso no el mayor). En esta parte del planeta, leerlo tiene un alcance singular.

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