27 de marzo de 2015

Moby Dick

Sé que a veces soy un lector demasiado canónico. Quiero decir que me la paso saldando deudas con el pasado de la literatura. Tal vez, como le pasaba a Borges, me siento en deuda con toda una tradición que me excede, a la que nunca voy a poder tributar siquiera lo mínimo: leerla. Sin embargo también sé que no importa qué leamos, siempre que hallemos en esos libros algo nuestro, o que hagamos nuestro; aunque dar con ello nos convierta, al mismo tiempo, en otra cosa. Esos libros lejanos, que se hacen actuales cuando los recorro, son el presente puro. Cuando leí Moby Dick por primera vez, acaso por sus más de setecientas páginas, la sensación de estar fuera del tiempo se me hizo tan patente. Yo no sabría decir si fue la megalomanía de Ahab, la sabiduría de Queequeg o los ojos siempre sorprendidos de Ismael; no sabría decir si fue la lentitud de los días de mar, las desconcertantes monografías sobre las ballenas o la esquiva aparición de Moby Dick; no sabría explicar si fue todo eso o una especial disposición lo que me mantuvo dentro de la novela, a bordo del Pequod mientras Queequeg tallaba su féretro y Ahab se confundía con la ballena blanca, a la que pretendía cazar, como otros hombres pretenden capturar su verdadero yo. Lo cierto es que leí la novela de Mellville con una devoción religiosa. Moby Dick es una obra religiosa, la aventura que un grupo de locos emprende en busca de aquello que tal vez sólo se halla el último día de la vida. Supongo que por eso no me importó que la “novela de aventuras” que esperaba me decepcionase por completo, como no me importó que la ballena monstruosa apareciera en las últimas páginas, como un Godot que se hiciera presente justo al bajar el telón. El primer ejemplar que tuve me lo había regalado mi hermano, y pude leerlo malamente, porque la edición venía con fallas y había muchas páginas en blanco. Después me dije que esos vacíos no eran otra cosa que los blancos de la ballena, que con la intermitencia de los signos finales se hacía presente una y otra vez. Cuando al final Ismael (y mi hermano lleva ese nombre) flota sobre el féretro en las aguas abiertas del desastre, luego de haber escapado milagrosamente del vórtice que se devoraba la embarcación, yo ya no podía ser el mismo. No había pasado el tiempo, y sin embargo yo había atravesado los siglos. La novela terminó, yo, seguramente, comenzaba.

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