7 de abril de 2015

Zama, de Antonio Di Benedetto


Un día leemos Zama. Como sucede a menudo, es por otros que llegamos a un libro particular. Saer fue quien me llevó a Di Benedetto, que hasta entonces no había sido para mí más que un nombre, vasto, de un autor fallecido al que tal vez nunca leería. Sin embargo compré Zama (tuve la suerte de que por esos días la editorial Adriana Hidalgo se pusiera a reeditar toda la obra del mendocino) y no la leí de inmediato. O no completa, de inmediato. Por supuesto, apenas la tuve entre las manos, la abrí y leí el comienzo. No pude continuar. Hay libros que imponen un extraño respeto desde el vamos, un respeto que no está en los discursos sobre él, escasos o profusos, siempre sugestivos, en su favor o en su contra. Desde la dedicatoria “A las víctimas de la espera”, el año en que transcurre, 1790, y la primera oración (“Salí de la ciudad, ribera abajo, al encuentro solitario del barco que aguardaba, sin saber cuándo vendría”), con la escena frente al río, donde el cadáver de un mono flota entre los pilotes del muelle, mientras el agua lo mece y está “por irse y no”, el comienzo de Zama, me pareció la epifanía de una perfección. Si alguien era capaz de empezar un libro así, qué difícil sería continuar. No pensé en mí, lector, sino en Di Benedetto, para quien, imaginé, todas las dificultades habrían estado en mantener ese vuelo, esa musicalidad enigmática sostenida en la frase, minuciosa hasta la obsesión, toda la energía en hacer cantar esa belleza aterradora . Y cualquiera que haya leído Zama sabrá que la experiencia, al cabo de sus doscientas y tantas páginas, estremece hasta dejarnos callados. Diego de Zama, el funcionario de la corona española, asignado a un lugar de selva y calor y ríos inmensos, espera lo que nunca llegará. No es necesario terminar la novela para descubrirlo, porque sabemos, desde el principio, que será de esa manera: es tan desoladora la imagen inicial que de allí en más todo irá hacia otro lado, hacia el tiempo muerto de la espera, hacia los fantasmas peligrosos que ese vacío engendrará.

Un día leemos Zama, y comprendemos que si habíamos pensado escribir alguna vez una gran novela, estamos en serias dificultades. Más allá de nuestras convicciones, más o menos acordes con las modas, según las cuales ya no habrá obras maestras, ni falta hace que existan, la lectura atenta de Zama nos dejará posiblemente abatidos. No creemos en las obras perfectas y sin embargo la novela de Di Benedetto nos hace bajar la vista. Cuando la leí me deslumbró. Me deslumbró al releerla años después, sentado frente al Paraná. La abro al azar y allí me quedo, porque cualquier página es una lección de escritura. Zama es un libro tan bueno que nunca se leerá como es debido, es decir mucho o suficiente.

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