24 de abril de 2015

El barón rampante, de Ítalo Calvino

No sé por qué la narración genera desconfianza. Hay lectores que la disfrutan secretamente, pero toman partido por la detención, como si en el discurseo, un poco pedante, un poco, intrascendente, algo más hondo se jugara. No quiero decir que no disfrute de esos escritores para quienes “el verdadero protagonista es el lenguaje”; pero como sucede con frecuencia, es cuando ellos mismos “se resignan” a que la lengua los lleve fatalmente hacia la narración, que alcanzan, según mi parecer, sus momentos más nobles. Soy consciente de los “peligros” del relato, de su voluntad de poder que arrastra y amenaza con volverse unidireccional, autoritario, pero pienso que del mismo modo el tiempo nos va deshojando sin pedir permiso como un viento larguísimo hasta dejarnos nada, pura y muda desnudez. Es posible que vivir sea caer, pero las piedras y las hojas caen de manera diferente.
La imaginación es otro “pecado” de la literatura, o de ciertas ideas sobre la literatura, según las cuales hay más valor en analizar -directa o indirectamente-, en indagar lo “puramente real” que es, a menudo, una difícil forma de hablar de lo que está más a mano. Soy consciente asimismo de los peligros de la imaginación, que puede volverse baladí, y regodearse en su propia maravilla.

Acaso porque no temió ni a la narración ni a la fantasía, Ítalo Calvino sigue ocupando un lugar extraño y algo marginal en el universo de autores que aún consentimos en llamar literarios. Un autor que muchos han admirado en silencio, aunque prefieren dejarlo de lado al momento de hablar de sus lecturas cruciales. Un escritor del que se valoran libros que envejecen, mientras la trilogía de Nuestros Antepasados o Las ciudades Invisibles reverdecen con cada relectura. El barón rampante, el segundo de la trilogía, acaso el mejor, es el libro que hubiera querido escribir (tal vez alguna vez me hagan esa pregunta); dosifica genialmente movimiento y detención, ligereza y peso, realismo y fantasía, como si se tratara de uno de los conciertos que Bach escribió para el violín. Pero además, porque a su ritmo se le agrega la agudeza en el delineamiento de los personajes, las sutiles descripciones que aúnan mundo exterior y subjetividad, las molestas contradicciones de los sujetos, ni tan simples ni tan tremebundas. Una novela exacta, si tal cosa se puede decir. Y como corolario, la felicidad de la escritura. Lejos de los prejuicios sobre el artista torturado, Calvino parece reír con cada escena, gozar con cada frase, divertirse con sus personajes, a los que a todas luces respeta y quiere. Y eso es mucho más de lo que puede decirse de muchos libros de fama más acordada. Cuando decidí escribir -si puede fijarse una fecha- aún no había leído a Calvino. Me debatía entre la teoría literaria y el deseo de contar, entre la obligación que sentía de hablar de cosas importantes y la necesidad de poner en relato una experiencia, personal o sugerida por una canción, una novela, el timbre de una voz querida. Cuando finalmente lo leí me di cuenta de que no debía temerle al relato, sobre todo cuando él mismo se va haciendo, cuando se desprende de dónde y se desata, como una caída, sin que pretendamos someterlo a nuestra voluntad. Cosimo Piovasco di Rondó, el barón rampante, que nunca cayó de los árboles donde pasó la vida, creo, aprobaría esta idea. Supongo que Calvino también.

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