No sé por qué la narración genera
desconfianza. Hay lectores que la disfrutan secretamente, pero toman
partido por la detención, como si en el discurseo, un poco pedante,
un poco, intrascendente, algo más hondo se jugara. No quiero decir
que no disfrute de esos escritores para quienes “el verdadero
protagonista es el lenguaje”; pero como sucede con frecuencia, es
cuando ellos mismos “se resignan” a que la lengua los lleve
fatalmente hacia la narración, que alcanzan, según mi parecer, sus
momentos más nobles. Soy consciente de los “peligros” del
relato, de su voluntad de poder que arrastra y amenaza con volverse
unidireccional, autoritario, pero pienso que del mismo modo el tiempo
nos va deshojando sin pedir permiso como un viento larguísimo hasta
dejarnos nada, pura y muda desnudez. Es posible que vivir sea caer,
pero las piedras y las hojas caen de manera diferente.
La imaginación es otro “pecado” de
la literatura, o de ciertas ideas sobre la literatura, según las
cuales hay más valor en analizar -directa o indirectamente-, en
indagar lo “puramente real” que es, a menudo, una difícil forma
de hablar de lo que está más a mano. Soy consciente asimismo de los
peligros de la imaginación, que puede volverse baladí, y regodearse
en su propia maravilla.
Acaso porque no temió ni a la
narración ni a la fantasía, Ítalo Calvino sigue ocupando un lugar
extraño y algo marginal en el universo de autores que aún
consentimos en llamar literarios. Un autor que muchos han admirado en
silencio, aunque prefieren dejarlo de lado al momento de hablar de
sus lecturas cruciales. Un escritor del que se valoran libros que
envejecen, mientras la trilogía de Nuestros Antepasados o Las
ciudades Invisibles reverdecen con cada relectura. El barón
rampante, el segundo de la trilogía, acaso el mejor, es el libro que
hubiera querido escribir (tal vez alguna vez me hagan esa pregunta);
dosifica genialmente movimiento y detención, ligereza y peso,
realismo y fantasía, como si se tratara de uno de los conciertos que
Bach escribió para el violín. Pero además, porque a su ritmo se le
agrega la agudeza en el delineamiento de los personajes, las sutiles
descripciones que aúnan mundo exterior y subjetividad, las molestas
contradicciones de los sujetos, ni tan simples ni tan tremebundas.
Una novela exacta, si tal cosa se puede decir. Y como corolario, la
felicidad de la escritura. Lejos de los prejuicios sobre el artista
torturado, Calvino parece reír con cada escena, gozar con cada
frase, divertirse con sus personajes, a los que a todas luces respeta
y quiere. Y eso es mucho más de lo que puede decirse de muchos
libros de fama más acordada. Cuando decidí escribir -si puede
fijarse una fecha- aún no había leído a Calvino. Me debatía entre
la teoría literaria y el deseo de contar, entre la obligación que
sentía de hablar de cosas importantes y la necesidad de poner en
relato una experiencia, personal o sugerida por una canción, una
novela, el timbre de una voz querida. Cuando finalmente lo leí me di
cuenta de que no debía temerle al relato, sobre todo cuando él
mismo se va haciendo, cuando se desprende de dónde y se desata, como
una caída, sin que pretendamos someterlo a nuestra voluntad. Cosimo
Piovasco di Rondó, el barón rampante, que nunca cayó de los
árboles donde pasó la vida, creo, aprobaría esta idea. Supongo que
Calvino también.
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