27 de mayo de 2015

Juan L. Ortiz

Lo leí por primera vez en la facultad, durante una clase en la que inútilmente se intentaba atraer la atención de los alumnos, que a esa hora, en esa época del año, no teníamos el espíritu dispuesto para la poesía. Recuerdo que el omnipresente juego de fotocopias reproducía una selección más bien mezquina de poemas de Juanele, con esa tipografía diminuta que a él le gustaba usar, y que vuelve esos versos un camino de puntitos en el blanco de la hoja. Cuando más tarde, en hora más propicia, volví a leer, me sucedió perderme con facilidad, asir en los primeros versos una idea y perderla de inmediato, como si se la llevara un río. Era como cuando tenía pesadillas de fiebre: si lograba mantenerme en calma, el mundo persistía como una seda suave, pero en cuanto me tensaba se arrugaba todo, hasta el aire, como si no fuéramos más que borradores desechados. Pero no me importaban esas confusiones, esos senderos de hormigas que de pronto parecían dispersarse: la belleza que encontraba allí sostenía mi lectura; el borde de una belleza -para decir mejor- que era casi mía, que me dejaba a punto de aprehenderla, y que al rendirme, amorosamente me llamaba. No me interesa demasiado leer lo que han leído otros en Juanele (aunque haya hermosos textos); no puedo más que leerlo como voy pudiendo, bajando cada vez a capas más profundas de mí mismo (o del poeta?). Porque, además, su elección de lo sensible -el mundo, la naturaleza- y su decidido afán por incluir a cada uno de los que llama “hermanos nuestros” en el júbilo sereno que descubren sus palabras, seguramente han sido, y son, el suelo en que se apoyan mis intentos literarios.
Pienso muchas veces que la poesía nace en el límite, de espesor diverso, entre el afuera y los sentidos del poeta. Al menos eso leo cuando leo a Juan L. Ortiz: busco esa línea delgadísima. Su poesía parece ubicarse siempre ahí, y resulta conmovedor asistir a sus esfuerzos por asir ese horizonte a través del cual nace (va a nacer) a la lengua, la luz de las orillas, el morado, el malva del jacarandá, el olor del barro en la corriente de los ríos. Sensaciones que dilatan otros órganos, menos precisos, menos vulnerables, e iluminan el entendimiento con la certeza incómoda de que las cosas no son más que “ellas mismas”. Mientras la vida y la felicidad sigan sobreestimadas no habrá más que tristeza y desazón. Los poemas de Juanele son la demorada biografía de una cuerda que se tensa, azorada de existir, hasta volverse sensible al aire, a la luz, al tiempo; y a la alegría, ese fundamento.

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