Era
sábado y llovía. Iba a la facultad en tren, como solía, a cursar
un práctico de Gramática. Al mismo tiempo cursaba literatura
norteamericana. Tenía diecinueve años. Ya me había acostumbrado a
leer en cualquier parte, colectivos, trenes, paradas de colectivos,
estaciones, de pie, recostado. Había que volver productivo el tiempo
muerto. Esa vez iba leyendo Mientras agonizo, un volumen de
fotocopias ingratas, porque el libro no se conseguía con facilidad o
yo no podía comprarlo (es posible que ambas cosas). Poco a poco me
había ido abstrayendo y en un momento dado siento que el tren se
detiene más tiempo del que corresponde. La gente empieza a bajar. El
servicio está suspendido. Evalúo las posibilidades. Pronto, dicen,
vendrá otra formación, ésta regresa. Con esa lógica un poco
extraña de los ferrocarriles, el mismo tren no podía continuar.
Tenía tiempo, era temprano, pero no podía dejar sin más el tren
donde se había desplegado ante mis ojos la travesía de los Bundren.
Sentí que estábamos en el mismo viaje. Volví con el tren y la
novela. No valía la pena ir a analizar oraciones, cuando leía
oraciones que la gramática no podía explicar, o cuya explicación
sería anodina, la misma que se extrae de frases inventadas al
efecto. Subí, volví a acomodarme, y esperé. Leyendo. Aquella vez,
cuando ya en casa y en la cama terminé la novela, sentí que frente
a ciertos libros puede esperarse la muerte con total tranquilidad.
Como la espera Addie, mientras dirige la construcción del ataúd que
ocupará y que su propio hijo fabrica. Acaso fue el día gris, el
frío, la humedad. Prefiero imaginar que fue Faulkner y Mientras
agonizo. Prefiero imaginar que no era posible sustraerse al
encantamiento de aquella familia de locos que, por efecto anacrónico,
me recordaba a Macondo. “Mi madre es un pez”, dice Vardaman, y
uno entiende que esos personajes son la encarnación del desamparo
más completo, que, solos, tanto como pueden serlo quienes profesan
su propia insensatez, están condenados no sólo a viajar con el
cadáver de Addie Bundren, sino a no detenerse nunca. Mi entrada a
Faulkner fue inmediata. Cuando, después, vinieron Las palmeras
salvajes, El sonido y la furia, Absalón! Absalón! entendí que,
como nos sucede en ocasiones con Poe, con Flaubert o con Cervantes,
creemos haber hallado al primer escritor de un siglo. Menos un Adán
que un Prometeo.
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