Mi
abuela tenía una de tapas negras, clásicas con las hojas de bordes
color vino. A mí me gustaba hojearla mientras repetía con ella, sin
mucha conciencia, el rezo del rosario. Todas las mañanas, todas las
tardes, los anocheceres, eran el momento del ritual al que asistía,
silencioso. Ella rezaba con la Biblia al lado de su cama y a mí me
gustaba leer algunas páginas. Hasta mucho después no comprendí que
un mundo entero puede depender de un libro. Mi abuela lo sabia sin
haber casi estudiado, y me enseñaba, entre otras cosas, a comprender
verdad tan simple. Cuando de grande oí que había cosas que los
libros no enseñaban, me reí; aún lo hago cuando alguien supone que
con ese comentario me critica, o quiere llevarme a su realidad
chiquita de verdades que se sintetizan con palabras abatidas por el
uso. El libro que rezaba con mi abuela era la clásica versión
Reina-Valera. No sé si hay alguien que no la haya tenido entre sus
manos, con sus hojas blanquísimas, delgadas, y su tinta de perfume
inconfundible. Cuando supe que aquella no era la versión que
aceptaba la iglesia, lo confieso, me alegré; porque dejaba ese libro
aparte de todas las verdades, y lo mantenía a salvo de las
interpretaciones dirigidas. Era una Biblia que se podía leer en
libertad. Y así la leí durante muchos años. Durante la
adolescencia, cuando en la escuela y la capilla trajiné los
evangelios, tuve además la suerte de que nadie me dijese qué debía
hallar ahí. Fueron mis primeras relecturas. Y cualquiera sabe que la
lectura verdadera comienza al terminar la última página. La
colección de relatos y poemas que encontré siempre ahí fueron una
verdadera escuela de lectura; de cómo el mismo asunto se puede, una
y otra vez, tratar de modo diverso; de cómo las repeticiones llenan
de música las páginas; de cómo un personaje puede ser
contradictorio, y hacer un bien o un mal terrible en cuestión de
capítulos; de cómo no hay traducciones fieles y de cómo un texto
significa siempre un abanico de cosas que termina en su contrario. Me
gusta volver a la Biblia cada tanto: a los Salmos de David; al Cantar
de los Cantares, tan sensual; al Génesis y al Éxodo, esas épicas
magníficas; al libro de Job, a Jonás, a los Probervios, al
Apocalipsis, ese relato futurista sin ciencia-ficción. Los cuatro
Evangelios son ejemplo deslumbrante de relato iterativo, y ese Cristo
que cuatro veces muere y cuatro se levanta, que ama a la Magdalena y
a Lázaro lo obliga a regresar al mundo de los vivos, el personaje
más contradictorio, y por lo mismo en más bello. Cuando los años
terminan y la gente se pone a hablar de los mejores libros, que
debemos leer pronto para olvidar tranquilos, yo releo la Biblia. Tuve
muchas, claro está, como corresponde a un estudiante formado en una
escuela jesuita. Pero los otros días encontré, en un estante donde
reinaba el polvo, una vieja y muy cuidada Reina-Valera. Vuelvo sus
páginas mientras escribo esto, y me encuentro con: “Brota el
torrente de junto al morador, aguas que el pie había olvidado:
sécanse luego, vanse del hombre”. Lo sabía mi abuela, y por eso
releía y releía su vieja Biblia negra. Como releo ahora yo los años
que terminan.
1 comentario:
Desde Brasil leo con emoción esta reflexión sobre la antigua Biblia de una abuela., relato que me remonta a los albores de mi infancia y de la fe. Gracias por este momento de espiritualidad y literatura tal necesarias. Un cálido y fraternal abrazo. (desde a terra das Cataratas do Iguaçu).
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