2 de julio de 2015

Biblia

Mi abuela tenía una de tapas negras, clásicas con las hojas de bordes color vino. A mí me gustaba hojearla mientras repetía con ella, sin mucha conciencia, el rezo del rosario. Todas las mañanas, todas las tardes, los anocheceres, eran el momento del ritual al que asistía, silencioso. Ella rezaba con la Biblia al lado de su cama y a mí me gustaba leer algunas páginas. Hasta mucho después no comprendí que un mundo entero puede depender de un libro. Mi abuela lo sabia sin haber casi estudiado, y me enseñaba, entre otras cosas, a comprender verdad tan simple. Cuando de grande oí que había cosas que los libros no enseñaban, me reí; aún lo hago cuando alguien supone que con ese comentario me critica, o quiere llevarme a su realidad chiquita de verdades que se sintetizan con palabras abatidas por el uso. El libro que rezaba con mi abuela era la clásica versión Reina-Valera. No sé si hay alguien que no la haya tenido entre sus manos, con sus hojas blanquísimas, delgadas, y su tinta de perfume inconfundible. Cuando supe que aquella no era la versión que aceptaba la iglesia, lo confieso, me alegré; porque dejaba ese libro aparte de todas las verdades, y lo mantenía a salvo de las interpretaciones dirigidas. Era una Biblia que se podía leer en libertad. Y así la leí durante muchos años. Durante la adolescencia, cuando en la escuela y la capilla trajiné los evangelios, tuve además la suerte de que nadie me dijese qué debía hallar ahí. Fueron mis primeras relecturas. Y cualquiera sabe que la lectura verdadera comienza al terminar la última página. La colección de relatos y poemas que encontré siempre ahí fueron una verdadera escuela de lectura; de cómo el mismo asunto se puede, una y otra vez, tratar de modo diverso; de cómo las repeticiones llenan de música las páginas; de cómo un personaje puede ser contradictorio, y hacer un bien o un mal terrible en cuestión de capítulos; de cómo no hay traducciones fieles y de cómo un texto significa siempre un abanico de cosas que termina en su contrario. Me gusta volver a la Biblia cada tanto: a los Salmos de David; al Cantar de los Cantares, tan sensual; al Génesis y al Éxodo, esas épicas magníficas; al libro de Job, a Jonás, a los Probervios, al Apocalipsis, ese relato futurista sin ciencia-ficción. Los cuatro Evangelios son ejemplo deslumbrante de relato iterativo, y ese Cristo que cuatro veces muere y cuatro se levanta, que ama a la Magdalena y a Lázaro lo obliga a regresar al mundo de los vivos, el personaje más contradictorio, y por lo mismo en más bello. Cuando los años terminan y la gente se pone a hablar de los mejores libros, que debemos leer pronto para olvidar tranquilos, yo releo la Biblia. Tuve muchas, claro está, como corresponde a un estudiante formado en una escuela jesuita. Pero los otros días encontré, en un estante donde reinaba el polvo, una vieja y muy cuidada Reina-Valera. Vuelvo sus páginas mientras escribo esto, y me encuentro con: “Brota el torrente de junto al morador, aguas que el pie había olvidado: sécanse luego, vanse del hombre”. Lo sabía mi abuela, y por eso releía y releía su vieja Biblia negra. Como releo ahora yo los años que terminan.

1 comentario:

PRINCESA & NAPOLEON dijo...

Desde Brasil leo con emoción esta reflexión sobre la antigua Biblia de una abuela., relato que me remonta a los albores de mi infancia y de la fe. Gracias por este momento de espiritualidad y literatura tal necesarias. Un cálido y fraternal abrazo. (desde a terra das Cataratas do Iguaçu).