Pero desde hace un tiempo Ciro no está. No se murió, no se hizo rico ni se fue a vivir a otro país. Desde que la policía desalojó a los manteros que copaban la vereda de Rivadavia, desde que llenó de “efectivos” las dos o tres cuadras para evitar que volvieran a instalarse, las escaleras de ingreso al Banco Provincia están vacías. Noté primero la ausencia de Ciro que la de los manteros; incluso la presencia siempre poco estimulante de los policías (que, igual, ya se fueron también) me llegó con delay. Pasaba por ahí como siempre y nadie clamó “Para cubrir la mesa; para proteger el mantel”. Lo primero que supuse era que se había enfermado; dos días después pensé que tal vez había muerto. Al tercer intento de explicación comprendí que habían considerado a Ciro un mantero más. El borramiento de los anónimos nos resulta indiferente sin un acto de la voluntad; sólo la pérdida de aquellos que conocemos espontáneamente nos impacta. Ciro no era un mantero más y todo el barrio lo sabía y lo sabía yo y ninguno pudo o quiso hacer nada para salir a decirlo, para explicárselo a los señores oficiales. Callado, como suele ocurrir con los que apenas tienen voz para vender cantando sus baratijas, el personaje típico de Caballito se sometió a los dictámenes de la fuerza y de la ley; él que estaba a la entrada de un Banco, de donde emanan la fuerza y la ley.
Pero hace unos días volví a verlo, un poco desorientado, a la vuelta, sentado en un banquito. “Para cubrir la mesa; para proteger el mantel”, cantaba de nuevo, “aproveche los cubremanteles”; no ha encontrado aún la justa resonancia que el nuevo sitio le impone. Me alegré. Pensé que, para desgracia de los indiferentes, de los que se alegraron de no ver mantas sobre la vereda (porque acaso nunca se fijaron en los manteros de carne y hueso) el que tiene que poner el cuerpo para ganar su sustento es, como la fruta silvestre, muy duro de pelar.
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