16 de agosto de 2016

Bartleby, el escribiente, de Herman Melville

Suelo pensar, cada vez con mayor insistencia, que, de todos los modos de resistencia posible, el de la resistencia pasiva es el más corrosivo. Se trata simplemente de devolver la “genitleza” del mundo que habitamos, creado absurdamente por el absurdo ser que somos, con todo lo que él mismo tiene de violento. Bartleby, el escribiente de Melville, pertenece a este tipo de sujeto que no sólo no colabora, sino que, en esa declinación aparentemente amable y hasta culposa, reparte agresividad a un lado y otro. Varias veces me pregunté por qué el narrador de este relato no golpea a su empleado. Yo lo habría hecho. Sin embargo, la genialidad del amanuense está en saber que su jefe, como representante acabado de este mundo feroz -que finge no serlo-, no se permitirá violar lo que su racionalidad proclama. El jefe defiende el orden en el que cree, cuida las fronteras que ese mismo orden ha fijado, para que nada de su naturaleza falaz se desborde dejando ver su rostro más real. Bartleby es un genio de la exasperación y eso lo convierte en una especie de héroe silencioso. No es absurda su conducta, sino verdadera. Quiero decir que hay más verdad en su acérrima negativa que en su inofensiva apariencia. En realidad, el escribiente es en sí mismo la prueba cabal de que todo aquello por lo que muchos han dado y dan la vida es un error. No es necesario hacer ninguna proclama, levantar ninguna bandera, realizar ninguna acción: sólo hace falta negarse a colaborar. Incluso su negativa machacona “Preferiría no hacerlo”, repetida hasta el hartazgo, es una obra maestra de la resistencia, porque no es sustractiva, no se escapa Bartleby de aquello que no hará, declara simplemente su elección, y si su jefe no lo insta con una orden directa del tipo “No me importa lo que prefiera usted, hágalo” es justamente porque si lo hiciera acabaría convirtiéndose en el monstruo que todos estamos siempre a punto de volvernos. Ese es el mundo donde vive Bartleby, un mundo de seres infinitamente violentos, infinitamente solos y absurdos. La nuestra no es una época menos feroz e insensata, es una época que ha disfrazado los actos más atroces con discursos de libertad, de igualdad, de amor por la vida, y que se complace en obsequiar muerte a todo lo que se le oponga; pero tal vez nos queda la prerrogativa del amanuense de Melville, la del que no se enfrenta, sino que elige, bajo todo punto de vista, no colaborar. Siento al desdichado Bartleby como el ejemplo acabado de una inacción hiperconsciente y destructora. Tal vez sea la inacción lo que necesita el mundo para finalmente derrumbarse. Y si alguien piensa que la muerte final del escribiente es un juicio del propio Melville sobre su personaje, sólo cabría recordar que la muerte de Bartleby no es menos muerte que la de cualquiera de nosotros, no menos fatal, no menos solitaria.

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