20 de agosto de 2016

Nave nodriza



Llovía mucho y nos pusimos a jugar con las sillas. Los días de lluvia no podíamos salir de casa y sin embargo salir habría sido tan lindo. Pero era imposible. El patio se llenaba de charcos y a mamá le daban miedo las gripes que flotaban en el aire, pero más sobre las aguas, como dios en el principio. Siempre estaban ahí las gripes plurales dando vueltas. Dios no.
En días así nos poníamos a jugar a lo que fuera, a imaginar que el suelo era un mar lleno de islas de zapatillas tiradas y almohadones y había que, a los saltos, evitar el agua y a los tiburones; inventábamos que bajo las cobijas volvíamos a la panza de mamá y que allí profetizábamos lo que íbamos a ser de grandes, aplaudiendo cuando mamá comía cosas ricas y sintiéndonos llevados por ella cuando iba en colectivo. En la panza de mamá no había nada para sentarse, pero se estaba tan bien.
Esa tormenta de finales del invierno nos tenía acomodando sillas delante del ventanal, equipando el tablero de la nave. Era enorme el ventanal y daba al frente, al patio delantero y a la calle de tierra detrás de la que se estiraba un baldío gigantesco como un campo, hasta el horizonte más negro que todo lo demás, de donde la tormenta seguía llegando y llegando. Mi hermano sostenía la bolsa de los juguetes rotos, e iba sacando de ahí los controles. Los botones de colores, las señales luminosas, las palancas y el timón iban tomando su lugar sobre las sillas en semicírculo. Era enorme el tablero de la nave y más enorme el ventanal y la tormenta hasta la línea última del campo.
Mamá pasó y estaba triste. Le dije que no se preocupara, que iríamos al rescate, que teníamos ya la nave armada y que lo traeríamos en menos de lo que se dice vuelvan. No sé si ella escuchó, pero lo dije con los puños en la cintura, que es como un almirante espacial anuncia sus más valientes decisiones. Ella siguió de largo hacia la pieza. Le dije a mi hermano que había que salir cuanto antes, que dispusiera todo para el despegue. Era mi hermano menor y yo lo veía siempre como un ayudante. Porque yo soy el hombre de la casa, pensaba. Y eso me decía mi mamá muchas veces. Era el hombre pero a veces no sabía lo que implicaba ser eso, porque yo me veía chico. Pero cuando el hombre no está, vos ocupás su lugar. Es lindo, pensaba a veces, ser un hombre. A veces pensaba todo lo contrario.
Estamos listos, dijo mi hermano, y yo le dije perfecto. Mamá no salía de la pieza. Sabía que estaba triste porque el hombre de la casa no llegaba y aunque yo ocupara su lugar no era lo mismo. Eso me hacía sentir que algo de todo eso no eran más que palabras, que ella prefería al hombre de la casa de verdad y que lo mío era una simulación triste, de juguete, como nuestra nave. Igual, estaba genial la nave de sillas y juguetes rotos que habíamos construido; tenía todo lo que necesitábamos y si algo se nos había olvidado, no había problema, porque lo sacábamos de la bolsa de juguetes rotos y listo.
Salimos al espacio en el momento en que empezaron los relámpagos. Se había puesto muy negro el cielo y las luces intermitentes pretendían asustarnos. Le dije a mi hermano que se quedara tranquilo, la nave era buena y aguantaría cualquier clima. Pero yo tenía un poco de miedo, la verdad, porque esos flashes me dejaban secuelas en los ojos, como si todo quedara iluminado después. No iba a ser fácil ver bien. No importa, me dije, allá vamos.
Qué grande es el espacio en una nave como la nuestra, con ese ventanal al frente. No hay muchas cosas, lo que hay es espacio, pero igual es tan grande y las nubes son tan lindas que para mí resultaba una aventura. El campo ahí adelante, la lluvia cayendo, los charcos con sapitos que saltaban desde el agua. Y los relámpagos que venían mudos. Seguramente por eso, porque solamente había el ruido de la lluvia, pude escuchar el llanto de mamá, y fui a ver. Estaba en la pieza, sentada en la cama. No se tapaba la cara sino que parecía mirar nada hacia adelante; y lloraba. Las lágrimas le caían por la cara, los mocos se le agolpaban en la nariz. Lloraba mamá, como el día. Pero no teníamos una nave para salir a buscar adentro de mamá y además eso hubiera sido inútil, porque cuando estábamos en su panza todo era lindo.
Mamá, le dije, por qué llorás. Ella me dijo por nada hijo y siguió llorando.
Yo volví a la cabina porque no quería dejar a mi hermano solo con los controles tanto tiempo, al fin y al cabo yo era el capitán y tenía que supervisar todo. Y sí, también era el hombre de la casa, pero en ese momento ya me importaba menos, porque veía que no podía hacer mucho si mi mamá lloraba.
Vamos a buscarlo, le dije a mi hermano. Sí mi capitán, gritó él y yo le dije no exageres.
Era mejor dejarla a mamá que llorara a su antojo, porque cuando se ponía así no había manera de cambiarlo. Además lo hacía tranquila, sola en la pieza, mientras nosotros podíamos seguir jugando a lo que fuera. Claro que a mí me ponía un poco triste, pero qué le podía hacer. Mi lugar en la casa era un poco de mentira, aunque quisieran hacerme creer lo contrario. De todos modos estábamos ahí nomás, en el living, así que ella estaba protegida; por el ventanal se veía todo lo que pasaba en la vereda. Igual no pasaba nadie porque la lluvia a esa hora de la tarde era tan intensa que a quién se le ocurriría salir.
Nosotros seguíamos la búsqueda, pero nos dábamos cuenta de que era más difícil de lo que habíamos imaginado. Adónde lo íbamos a encontrar. Trabajaba muy lejos, y a veces, no sé por qué, llegaba muy tarde. Y siempre viajaba mucho. Pero él tenía que hacerlo en colectivo y no tenía una nave supersónica como la nuestra. Así que era una lástima depender del tren y del siete cuarenta que siempre andaba mal y repleto. La lluvia arreció. Era un estruendo que escondió un poco el llanto que mamá no escondía. Tal vez porque dejé de escucharla, volví a la pieza a ver cómo estaba. Fui tranquilo, porque le dije a mi hermano que activara los controles buscadores y pusiera el piloto automático, así era más cómodo.
Mamá se había quedado dormida y creo que recién entonces noté su panza. Claro, me dije, es el hermanito. Me puse mal porque recién entonces yo me acordé de que venía un hermanito y que el hombre de la casa decía a veces que cuando viene un bebé mamá se pone especialmente mal y llora y llora. A lo mejor era por el hermanito. Pero igual era tarde porque ya estaba oscureciendo y seguíamos los tres, bueno los cuatro, solos en la nave.
Volví y le dije a mi hermano sonamos, mamá se quedó dormida. Él abrió grande los ojos, y quién va a hacer la leche. Entonces entendí que yo sí podía ser el hombre de la casa, después de todo, así que le dije no te preocupes, para qué estoy yo.
Dejamos la cabina de la nave porque total estaba en piloto automático. Fuimos a la cocina. Hacía frío así que tuve que cerrar la puerta. Mi hermano me miraba con alguna desconfianza y yo trataba de actuar como si no pasara nada, con toda la seguridad que me daba ser el Capitán. Lo primero que hice fue encender la hornalla, y cuando el círculo se rodeó de lengüitas azules a mí me pareció que todas me felicitaban y me decían que lo más difícil ya había pasado. Saqué la leche de la heladera, llené la hervidora, prendí la otra hornalla y puse a calentar el café. Todos esos movimientos los hice con una seguridad que hasta a mí me sorprendió. Era evidente que mis poderes de Capitán me permitían hacer todo aquello sin mayor dificultad. El hombre de la casa no llegaba pero ahora yo sí que estaba ocupando su rol y lo desempeñaba como si fuera él, con esa misma confianza. Mi hermano me miraba, ahora sorprendido. Sus ojos a mis espaldas, mientras yo cortaba el pan, prendía la tercera hornalla y ponía la tostadora, me ponían un poco nervioso. Ve a mirar cómo está madre, le dije, así como en las series. Él hizo la venia y salió corriendo. Sí mi capitán, y yo pensé qué ganas de repetir eso.
Las tres hornallas estaba encendidas y su brillo me hacía pensar que yo estaba en otra nave, en un pequeño transbordador que me alejaba de la nave nodriza, porque evidentemente todo había sido una estrategia para proteger a mi hermano, a mi mamá y al hermanito, ahora lo entendía. El hombre de la casa había estado todo el tiempo en un asteroide cercano, y era mi enemigo jurado. Yo no podía arriesgar la vida de mis seres queridos y tenía que ir sólo a enfrentarlo. Mientras mi hermano conducía la nave nodriza, yo me embarcaba rumbo a la pelea decisiva.
Pero mi hermano volvió y dijo que mamá seguía durmiendo y preguntó si faltaba mucho para que estuviera la leche. Le dije que sacara la manteca de la heladera y que pusiera la mesa, y le advertí que no dijera sí mi capitán. Entonces tuve la idea más genial de todas, la que me confirmaba como un almirante digno de admiración. Vamos a tomar la leche a la cabina, dije, así controlaremos si viene o no.
Fuimos y nos sentamos frente al tablero. Sacamos el piloto automático y nos dispusimos a conducir la nave. Era una gran máquina, de manera que sólo hacía falta apretar unos botones de vez en cuando. Ya era casi de noche. El cielo seguía lluvioso y negro pero en el horizonte se advertía un resplandor naranja. Mañana va a salir el sol, dije. Tomamos la leche en silencio, comimos tostadas con manteca. Por la vereda ahora pasaban unos planetas y galaxias, lentos y majestuosos. Él no aparecía. No hablábamos, mi hermano y yo, mientras continuaba el viaje. Se me ocurrió que a lo mejor no lo encontrábamos, que no volvía nunca y que mi duelo con él se perdería para siempre. Pensé que tal vez sería lo mejor.
Mamá se levantó y vino a vernos. No dijo nada. Corrió algunos controles del tablero y se sentó. Se sirvió una tostada y se puso a mirar por el ventanal. Era noche plena.
¿Vos preparaste la leche?, me preguntó. Le dije que sí. Las tostadas están ricas, dijo, y sonrió. Mi hombrecito, agregó. Pero yo no hubiera querido escuchar que me llamaba así, porque sabía que eso la iba a hacer llorar; aunque quién sabe, a lo mejor era otra vez por el hermanito. Lagrimeó un poco y estuvo a punto de repetir aquellas palabras, pero yo la interrumpí. Le dije que más bien yo era como ella, que no quería ser el hombre de la casa, porque él no estaba nunca y además yo había preparado solo la merienda, así que ahora era más bien como mi mamá, porque cuidaba a mi hermano, la cuidaba a ella y también al hermanito que venía, aunque no siempre pensara en él.

No importa que ella no haya dicho nada, que se pusiera otra vez a mirar por el ventanal para ver si él venía o no. No vendría, yo estaba seguro. Y si lo hacía, no lo dejaríamos entrar a la nave nodriza. Después de todo, el capitán de esa nave era yo. 

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