Después de aquello, consiguieron pronto un perro.
No habrían usado la palabra urgencia, pero ciertamente, en menos de una
semana un hermoso cachorro llegó a la casa. ¿Qué podían saber de perros, de
razas y todo eso? Digamos que lo vieron bastante grande y simpático y que lo
llamaron Tomy. El nombre lo eligió Marina, dijo que siempre le había gustado y
que si habían tomado la decisión de criarlo, lo mejor era darle un lindo nombre
de persona, lo suficientemente versátil como para poder aplicarlo a un animal
sin que resultara grosero. Digamos también que Hernán no se opuso, y que aún le
pareció apropiado; aunque, por determinados gestos que Marina no registró, no
estaba claro si estaba contento por Tomy o por ella.
Ocurre que los cachorros perrunos son como los de cualquier otra
especie: hay que enseñarles todo y eso significa tener que soportar mi
inconveniencias: cuidar que no dejen sus caquitas por cualquier lado, ni que
derramen su pis en los rincones... Pero además había que atender otras cosas:
levantar del suelo los objetos pequeños, a fin de que no se atragante con nada;
enseñarle a tomar su leche en horarios fijos; darle sus vacunas; llevarlo al
veterinario periódicamente, para que lo controle; enseñarle que debe aceptar su
baño diario y que no debe salpicar el agua en todas direcciones.
Aunque lo pensó desde el primer momento, Marina tardó tres meses y medio
en decirlo y unos pocos días más en
creerlo:
-Es como un bebé.
A esos mil cuidados se entregó con total solicitud. Siempre había sido
una mujer dócil. Hernán lo sabía bien, porque ella nunca lo había contradicho.
Así que cuando él volvía por las noches y la veía sonriendo, escuchaba con
paciencia el relato de las mil diabluras de Tomy y se sentía satisfecho y
tranquilo, sobre todo. A su manera, la quería, le daba tiempo y la esperaba.
Por el momento era lógico que no quisiera tener sexo.
El trabajo de Hernán hacía que tuviera que ausentarse prácticamente el
día entero, y no dejaba de felicitarse
por la presencia de Tomy en la casa. Marina apenas tenía que extrañarlo, y
pasaba el día contenta. Sin embargo se ponía ansiosa antes de su llegada,
porque tenía tantas cosas de Tomy que
contarle, que no sabía por dónde empezar. Un estado de nerviosismo, eso era
todo, aparte del temor imperceptible –por arraigado- de no desagradarlo.
-¿No te canso con tanta anécdota?- le preguntaba a veces.
Él solía sonreír secamente y le respondía que de ningún modo, que estaba
feliz de verla tan bien.
En el fondo, oír hablar mil veces de las travesuras de Tomy no era tan
malo; incluso el perro estaba muy bien. De haberlo pensado antes, se habría
ahorrado inconvenientes. Por suerte Marina no le había puesto más objeciones
que su eterno llanto silencioso. Y todo había marchado. Hoy lamentaba no haber
pensado en un cachorro desde el principio.
Traían sus molestias, pero no había comparación. Y además a Marina le
venía de maravillas; a veces las mujeres se vuelven demasiado sensibles,
pensaba, sobre todo después de haber tenido que aceptar decisiones importantes,
que no se pueden postergar; y si después tienen que pasar muchas horas del día
solas, todo empeora. Era bueno que se entretuviera con una mascota. También era
bueno que él estuviera allí para decirle qué era lo mejor para todos. El perro
la mantendría distraída y no habría que oír reproches de ninguna índole. Eso a él le parecía lo mejor. Las mujeres solas piensan demasiado y nunca
se sabe con qué van a salir.
Hernán siempre había tomado todas las decisiones y quería que las cosas
siguieran así.
Gracias a los cuidados de Marina –que afortunadamente cada vez lloraba
con menos frecuencia- Tomy se convirtió en una mascota de lo más
obediente. Incluso había aprendido a
hacer sencillos trucos que ella le había enseñado y que Hernán festejaba sin
reparos cuando lo veía saltando y revolcándose bajo el árbol sin fruto del
fondo. Se divertían los tres.
-Está enorme- solía decir ella.
-Enorme. Gordo como un lechón- acotaba él.
-Y eso que hace ejercicio- aclaraba Marina, nerviosa, con miedo de que
él viera en la gordura de Tomy una negligencia suya.
-Últimamente anda mucho por la calle- dijo Hernán un día, en un tono
neutro-. No es raro que coma porquerías.
Ella temió que él estuviera enojado, pero como después de hacer el
comentario le sonrió y la abrazó, se quedó más tranquila.
Dos días más tarde, al volver del trabajo, Hernán vio a Tomy recostado
junto a la puerta, hinchado como una matambre recién hervido. Le hizo una
caricia indiferente y entró. Marina
estaba en el cuarto, sentada en la cama. Había vuelto a llorar.
Cuando Hernán se dio cuenta, estuvo a punto de hacerle un gesto, pero no
tuvo tiempo. O sí; no tuvo tiempo de hacer el gesto que quería, porque debió
cambiarlo por otro, de sorpresa, que no esperaba. Marina se había levantado
apenas verlo entrar y ya lo abrazaba con desesperación y largaba un copioso
llanto.
-Amor- se ahogaba-.¡Amor!
Hernán estuvo a punto de asustarse, pero prefirió escuchar.
-No puede ser, amor; no puede ser. ¡Es injusto que me pase esto!
-A ver, Marina; de qué me hablás- dijo él temiendo que a fin de cuentas
el perro no hubiera sido suficiente.
-¡Tomy!- dijo ella; y se apartó de él.
Con la mano sobre la boca y con los ojos rojos, tomó un respiro.
Ambos lo hicieron.
-Sí, qué. Lo vi. Está lo más bien.
-No. ¡Tomy no es Tomy!
Él, ya de mejor humor, pensó que si se comparaba el paquete sin forma
que descansaba junto a la puerta con el cachorro esbelto que habían traído unos
meses atrás, Marina tenía razón. Pero ella se refería a otra cosa.
-¿No?- le preguntó, sólo para darle pie a soltar lo que se tenía
guardado.
-No...¡Es Tamy! ¡Tamy! ¿te das cuenta?
Hay que decir que, por fortuna, el estallido de lágrimas de Marina le
dio tiempo para pensar en aquello.
La cosa era simple. Parece que Tomy había resultado ser una simpática
perrita, y que debía su fantástica gordura a una preñez puntual como la
primavera de ese año. Ella lo (la) había llevado al veterinario y el
profesional no había dejado lugar a dudas. Preñada y rozagante y casi a punto.
Ocurre; probablemente nadie supuso que se podía confundir así el sexo de un
animal y nunca hubo necesidad de aclarar nada.
Por supuesto, Marina se lo había tomado muy mal.
Hernán se culpó en silencio por lo inoportuno del error.
Pasaron algunos días durante los que no hablaron del asunto. Marina
tenía miedo de lo que él diría. Hernán, francamente, no tenía dada que decir,
porque ya había tomado una decisión; había una diferencia con aquello otro,
desde luego; de hecho, sería más simple; pero había que arreglar las cosas otra
vez. Después la castraría.
Tamy –así empezaron a llamarla- no parecía darse mucha cuenta de lo que
se cocinaba; o quizá sí; quizá de algún modo, como Marina, sabía que ya había
una decisión tomada y que no podía elegir.
En general las cosas volvieron a su cauce normal y hasta recibió una
cinta rosa igual a las que usaba Marina en el pelo.
La perra engordaba cada día más y Hernán la miraba, inexpresivo. Su mujer prefería hacer algo para llamar su
atención y olvidar un poco a Tamy, pero era inútil y el silencio que mantenía, aunque
doloroso, parecía inviolable.
Pero finalmente tuvo un momento de audacia, un instante de decisión:
habló con Hernán y le dijo que el veterinario era muy amable, que se sentía muy
avergonzado por el malentendido y que hasta se había ofrecido a darles una mano
cuando llegara el momento.
-Me dijo que nunca falta gente que quiere cachorritos.
Ese día Hernán estaba de mal humor y le contestó que lo mejor sería que
no hablara tanto con ese medicucho –así lo llamó- que no había hecho bien su
trabajo y que seguramente sólo estaba queriendo coquetear con ella. Además, él
se haría cargo del problema.
-Como siempre- dijo.
Marina no volvió a hablar. Pero todo el tiempo tuvo en la cabeza lo que
la perra, cuando era perro, le había hecho dejar a un lado. No le quedó más que
rogar que todo ocurriese cuando él
estuviera ausente.
Pero él nunca había estado ausente en los momentos decisivos, y Tamy
buscó un rincón del galpón un sábado por la mañana.
Mientras desayunaban, ella temblaba a causa de los nervios. Él fue muy
conciso.
-Va a tenerlos- dijo.
Después de eso Marina prefirió
llorar. El llanto la ayudaba con
la sensación de vacío físico que ahora había vuelto.
Hernán buscó un balde y una bolsa de tela de buen tamaño que se echó al
hombro. Llenó el recipiente con agua y,
pasándolo de una mano a otra para evitar el cansancio, se encaminó al galpón.
Marina se encerró en el cuarto y
puso música para no oír lo que de todos modos no oiría; y mientras él estaba en
el galpón, se decía una y otra vez que los cachorros no son como los bebés, que
no podían ser como los bebés. No.
Definitivamente.
Siguió diciéndoselo hasta que ya no hubo necesidad.
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