El hijo
En mi casa armábamos todos los años el arbolito. Teníamos
uno viejísimo que les habían regalado a mis padres con motivo de su primera
Navidad, y que, a juzgar por ciertos comentarios, no era de primera mano. Pero
mi papá odiaba las fiestas, y sobre todo la Navidad. Siempre me pregunté cuáles
serían los motivos, y las respuestas fueron siempre insuficientes. Supongo que
sucede así, y que para él no era diferente. Detestaba en realidad muchas cosas,
que las así llamadas Fiestas, en esos
días calurosos, de un calor insoportable a decir verdad, implicaban, cuando,
además del cansancio propio de todo un año de trabajo, había que someterse a la
locura colectiva. Las dos fiestas, pero sobre todo la Navidad. Recuerdo que,
las semanas anteriores a la nochebuena, mientras con mis hermanos y mi mamá
armábamos el arbolito y hacíamos colgantes con vasos de yogur y papel glasé,
mientras hacíamos el pesebre y mamá volvía a decir que su primer hijo había
nacido rubio, y nos reíamos porque era algo difícil de creer, y colocábamos las
imágenes de yeso, sin el niño Jesús -porque él llegaba a la hora del brindis-,
papá, que muchas veces nos ayudaba con el establo, porque sentía por la madera
y la carpintería un amor genuino, volvía de trabajar todos los días malhumorado.
Sus comentarios, que hacía entre mate y mate, cortando o clavando maderitas,
indefectiblemente, tenían que ver con los precios de las cosas, que aumentaban
hasta lo inverosímil; con el oportunismo de los comerciantes, raza vil que sólo
piensa en acumular; con la crispación de las señoras, que volvían, como mi
papá, de trabajar, cargadas de paquetes de regalos baratos –livianos pero
voluminosos- y alborotaban el colectivo con sus maniobras; con los parientes
que vendrían, si es que vendría alguno, a festejar, simulando un afecto para la
ocasión, y a los que había que hacer regalos, comprados o a mano como nuestros
vasitos de colores. Tarde o temprano, los mandatos del consumismo hacían
estallar a papá.
Pero a mí me parecía que su enojo exagerado pretendía disimular
otros motivos, que sospechaba más hondos. “Por qué no nos dejarán en paz”, se
quejaba él; “Si no hacés lo mismo que todos, te miran raro”.
Ése era el asunto. Porque ser mirado como un “raro”, ser
mirado de mala manera, a pesar de que uno tuviera la convicción de estar
haciendo lo correcto, era la génesis de todos los males. Mi papá sabía de eso.
Él, que no había conocido a su padre biológico, debió ser, durante toda su
infancia, el mal mirado; el hijo bastardo que recibió la gracia de un hombre superior,
su padre de crianza, al que no le importó su origen, y le dio su apellido y su
cariño hasta donde pudo, porque murió muy joven. Ese pecado, original no por
insólito sino por haberlo cometido sin moverse, sin hacer, de hecho, nada, ese
pecado original había marcado a mi papá para siempre. No había bautismo que
pudiera borrarlo. El drama de venir de una madre díscola y de un hombre oscuro,
de condición y de piel, de haber tenido que sufrir, todos los días de su
infancia, frente al espejo, un rostro parecido al de un perfecto extraño, y soportar
en la calle la miradas de los otros, eran cosas de las que mi papá no podía
hablar; hacía apenas algunas referencias inconexas, cada tanto. Esas cosas yo
las había ido averiguando a instancias de mamá, que me las contaba en voz baja,
cuando él estaba ausente.
Quizá por eso mi papá tenía tan alta valoración de la
paternidad. Se jactaba de haberse cuidado siempre para no tener por ahí
“pedazos” de sí mismo, creciendo en soledad y vituperio. Por eso haber traído
al mundo a sus propios hijos, haberlos traído y aceptado y criado y
querido era para él la oportunidad, si
no de redimirse, al menos de evitar la perpetuación de la falta ¿Y qué fecha
más sensible para un padre que la Navidad?
Papá nunca fue católico, o lo fue vagamente, pero conocía,
desde luego, la historia que sus hijos recreábamos en el pesebre año a año, con
ese Jesús bebé, ausente hasta la nochebuena, su madre, la virgen María, y su
papá, José.
Su papá José, que no era, hablando claramente, “su papá”,
sino uno que lo recibió, como un hombre superior, y le dio su protección y su
amor y le legó, años después, su oficio. Pero ese niño, rubio en el pesebre,
circundado por una María rubia, como él, y un José moreno y putativo, conocía
muy bien a su propio Padre, creador de los padres y los hijos, creador del
mundo, la Navidad y los comerciantes, creador, para decirlo breve, de todo. Ese
niñito, como hijo de dios, nada tenía de bastardo, ningún pecado original lo
manchaba, ningún destino de obrero negro malpago le esperaba, sino el poder y
la gloria eternos, no importa que un poco tuviera que sufrir, quién no. Ese niñito
nunca se parecería a mi papá.
Era a José a quien él observaba atentamente, ese obrero de
verdad, algo mayor, anónimo y pobre, que se vio un día casado con una mujer
cuya primera infidelidad lo hizo padre; José, el carpintero, al que quisieron
consolar con el cuento del espíritu santo y blabliblú. Ese carpintero agitaba
en mi papá un terror propio, que ya debía haberse sosegado, pero que la Navidad
actualizaba: el miedo a la estafa, y peor, a la obligación de aceptarla sin
chistar, como pago de la deuda con su padre adoptivo.
Porque aunque sus hijos estábamos ahí, sobre una vieja
alfombra, haciendo adornos para el arbolito; aunque él acompañó a su mujer, ya
no virgen, durante cada embarazo y asistió a los nacimientos, el primogénito,
cuyo pelo por fortuna se fue oscureciendo y ondulando, después de haberlo
obligado a dar enojosas explicaciones frente a las señoras en la calle, que
cuestionaban su paternidad, ese primer hijo había nacido, para ocasionarle
tristes reflexiones, un veinticinco de diciembre; y la mamá de ese niño, su
mujer tan modosita, había barajado, para el niño navideño, entre otros menos rotundos,
el nombre de Jesús, un nombre que mi papá podía interpretar como señal nefasta,
como acertijo ladino, que lo obligaba a colocarse en el lugar de José, el
carpintero engañado, que ya mismo podía ir tallando su cornamenta en madera de
peteribí.
Los terrores, quién lo duda, son insensatos. En eso radica
su condición aterradora. A veces, cuando uno consigue nombrarlos, se aplacan,
disminuyen o se van. Mamá, por suerte, ingenuamente, ayudó a papá a espantar el
miedo, accedió a sus ruegos y cambió el nombre poderoso de Jesús por el Ariel
más prosaico. Qué nombre más insulso, habrá pensado mamá; no significa nada, no
tiene ningún significado para nadie.