No aminora la velocidad, ni la acelera. Monótono avanza por la calle semioscura. Se mecen en su interior los pasajeros, en un vaivén que los adormece. Marcha tan lleno el colectivo que desde atrás, desde el último asiento, elevado apenas, no ve otra cosa que cuerpos abandonados. Él también se abandona, se deja llevar.

No aminora la velocidad ni la acelera. Marcha tan lleno el colectivo que, desde atrás, apenas elevado en el último asiento, no ve otra cosa que cuerpos abandonados. Cada uno, sin embargo, pese a la presión que soporta, rodeado de otros cuerpos, se cierra en sí mismo. Como al vacío, no hay aire entre ellos, ni mínima porción de espacio, y pese a todo no se confunden. Cada uno está, en sí mismo, cerrado. Por la ventanilla, destellos de colores: los semáforos, los carteles luminosos, astillados por las gotas en los vidrios. La marcha es monótona y el vaivén, lo mismo. Mira el reloj. Son las siete y seis. También podría ver la hora en el celular.
Mientras aguardaba en la esquina, una mujer pasó con su madre. Debía serlo a juzgar por el parecido. “Si fueran”, pensó en ese momento, “la misma mujer: hoy y dentro de treinta años, aún serían dos”. Ponía toda identidad en entredicho. La mujer llevaba a la anciana del brazo. Nada parecía transmitir esa conexión. Del fondo borroso de la calle solo avanzaba la bruma de la llovizna. “Garúa”. Una impaciencia fugaz le hizo mirar su reloj. Las cinco y seis. Una brisa revolvió la neblina. Nada surgía de esa penumbra blanca que cubría la calle. No conocía bien esa parte de la ciudad. Ni las calles ni los edificios, y el colectivo que esperaba tenía para él un recorrido incierto; lo único que sabía era que lo acercaría a su casa. Estaba seguro de todo eso y, sin embargo, podía no ser así. La identidad era imposible y entre dos cosas, las mismas, un vacío se había abierto, imposible de llenar. Calles, casas, ciudad, todo era nuevo siendo lo de siempre.
No acelera, ciertamente, ni aminora la velocidad. Desde la altura del último asiento no pude ver quién sube ni quién baja. No tiene delante más que la masa uniforme de cuerpos separados por su propio ensimismamiento. Nada los une. Ni aún estrujados unos contra otros. Decenas de soledades apiñadas dentro del colectivo que avanza monótono por las calles semioscuras. A través del vidrio salpicado de prismas que fragmentan las luces exteriores, puede ver las veredas. Cada tanto, cuando el transporte se detiene en una parada, alcanza a vislumbrar la puerta de una casa que se abre. La mayoría está cerrada. El colectivo luego avanza y deja atrás a los que han bajado. Entonces repara en ellos. Respiran, devueltos al movimiento particular de sus propios ritmos. El colectivo se va y los deja. Los deja atrás para seguir con su desplazamiento monótono por esas calles que él recorre por primera vez. Los ve, fugaces, irse hacia atrás, sin embargo es él quien se mueve, quieto en el último asiento. Ellos, los que van de a poco descendiendo, iniciarán de todos modos dinámicas diferentes. El celular también tiene la hora, pero vuelve a mirar en su reloj. Las seis y siete. El tiempo está alterado, piensa. Lo contiguo ya no asegura ni cercanía ni nada. “Garúa”. “Hastío y frío”. “Soledad”.

Ahora mira el reloj una vez más. Las siete y ocho. En el celular la hora ha de ser otra. Lo piensa y se decide y busca en el bolsillo. El aparato es gris, de un plateado aburrido. Marca un número. Espera.
Hoy, mientras el colectivo se demoraba y la calle mojada comenzaba a brillar reflejando en su humedad las luces tenues del atardecer, pensó que tal vez no había esperado lo suficiente. O quizá había llegado tarde. Era a las tres. Tres y cuatro había llegado al bar. A las cuatro y tres se había dicho que si pasaban dos minutos más se iría. Cuatro y cinco ya había pagado su café intocado y había salido a la calle, a la tarde y a la garúa. “Soledad”.
Tres largos timbres suenan ahora en algún lugar remoto de la ciudad. Él, pese al murmullo ruidoso del motor, puede oírlos porque ellos recorren los kilómetros inciertos para venir a sonar junto a su oído, dentro del aparato gris.
-Soledad. ¿Qué hora es?
-¿Vos?... Las ocho y nueve- le dice la voz conocida y vacilante desde algún lugar, porque ha viajado hasta el artefacto que él sostiene junto al oído. Esa voz es la que esperaba oír, y sin embargo puede no ser así.
-¿Las ocho y nueve?
-¿Para qué llamaste?
-Tengo mal el reloj.
-¿Para qué llamaste?
Esa misma tarde, parado en la esquina mientras del fondo de la calle nada surgía, ningún vehículo ni nada, hubiera asegurado que su teléfono estaba roto. No sólo el suyo, los públicos siempre lo están, se decía. Nadie lo dejaría, además, hablar desde un locutorio sin monedas, se decía y tensaba el cuerpo por el frío. Y la garúa se acentuaba a cada momento. Estaba incomunicado. Era así y podría, no obstante, al mismo tiempo, ser de otro modo.
-Llegué –dice ahora, sentado en el fondo del colectivo lleno- a las tres y cuatro.
-No te escucho bien, estoy viajando.
-A las tres y cuatro- levanta levemente la voz, cuyo sonido es absorbido por la masa apretada de cuerpos.
-No sé. No entiendo. Voy a lo de Alejandro- la voz metálica de Soledad llega desde lejos, aunque podría no ser así.
-Por ahí me fui muy rápido.
-Bueno. Voy a pasar cuando no estés. El martes a la mañana.
-Soledad...
-Estoy viajando y ya me bajo, el colectivo está al tope. El martes, si no estás.

Ahora el colectivo vuelve a detenerse para que baje gente. Mira por la ventanilla la vereda húmeda y espera que el movimiento se reinicie para seguir adelante. Cuando vuelve a ponerse en marcha ve, a través del vidrio salpicado, el piloto a cuadros azules de Soledad, que ha bajado y que, mientras él se aleja, se ha detenido frente a una puerta; el ángulo se vuelve tan agudo que es imposible ver nada. La imaginación cubre la falta de visión. Podría también estar equivocado. Marcha tan lleno el colectivo que desde atrás, desde el último asiento, elevado apenas, no ve otra cosa que cuerpos inconexos. Él también es un fragmento de algún todo imposible de recomponer; se deja llevar por el movimiento monótono del transporte por esas calles que recorre por primera vez –aunque podría no ser así-, hacia su casa. Querría poder asegurarlo, pero la garúa es ahora tan intensa que ya no hay más calles ni veredas ni edificios. El colectivo avanza, parejo. No aminora la velocidad, ni la acelera. Va solo, lleno de gente, como flotando en el aire lleno de púas heladas de agua enloquecida.
1 comentario:
vine a caer aqui por azares de la red, me quedo prendada de tus textos
saludos colombianos
Publicar un comentario